San Agustin de Hipona, "El deseo,la voluntad y el amor"

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“San Agustín. Apuntes para un diálogo con la ética actual”
V.  EL DESEO, LA VOLUNTAD Y EL AMOR.
Cognitio sine charitate non salvos facit
(San Agustín, Ep. Ioan, II, 8)

V.1 EL LUGAR DE LAS PASIONES EN LA VIDA MORAL
                                                     
Los elementos reunidos hasta aquí -tales como anhelo de verdad, búsqueda de confianza en la existencia, mundo interior, temporalidad y finitud, anhelo de bien y felicidad, experiencia del mal, fin como unión a Dios, peligro de dispersión y enajenación de sí- encuentran nuevamente aclaración en la perspectiva del deseo y el amor.                                                                                                                       San Agustín pone de manifiesto la presencia del mundo afectivo en la vida moral, la cual no se circunscribe sólo al ámbito de la racionalidad sino que aparece como un todo, con referencia a lo que el sujeto piensa, siente, entiende, desea, ama. Un lugar destacado tiene las pasiones (passiones) o las afecciones (affectiones) del alma. San Agustín toma la clasificación propia de los platónicos y de Cicerón en cuatro afectos o perturbaciones del alma (perturbationesanimi), aunque discute con ambos respecto a la estimación: deseo (cupiditas), alegría (laetita), miedo (metus, timor), tristeza (tristitia)[1]. No concuerda con los primeros, que consideraban las afecciones como males que vienen al alma de su unión con lo corpóreo[2], la agitación de tales movimientos, dice Agustín, puede provenir de la misma alma. Los primeros estoicos rechazaron estos movimientos anímicos como contrarios al ideal moral de laapétheica o del dominio de los afectos mediante la lucha y reflexión que el sabio debe realizar mediante la razón; más tarde, algunos estoicos y entre ellos Cicerón admiten tres “permanencias” que pueden estar en el ánimo del sabio: la voluntad, el gozo y la cautela;por el contrario, las cuatro perturbaciones(apetencia, alegría, temor, y tristeza) sólo puede tenerlas el necio[3]. En definitiva, los filósofos anteriores, estoicos, platónicos y peripatéticos, defienden la muerte y la razón del sabio del dominio de aquéllas (San Agustín, Civ. Dei, IX, IV, 3).                                                                         Para San Agustín las afecciones constituyen un aspecto fundamental del mundo interior humano[4]. Ellas se guardan en la memoria de un modo peculiar, de tal manera que una cosa es sentirlas y otra recordarlas; esto es motivo de asombro en  nuestro autor, que destaca el hecho de que podamos traer al recuerdo o a la reflexión una afección determinada sin volver a sentirla efectivamente[5]. El alma las siente, tiene experiencia de sus pasiones; son, así, más cercanas al hombre que las ideas y nociones que pueden ser clasificadas en la memoria. Podríamos decir, metafóricamente, que la tonalidad afectiva “tiñe” el alma, acompañándole permanentemente[6]. Para San Agustín el alma humana es alma afectiva, pasional, sintiente. Las pasiones son llamadas “movimientos” del alma; si están sosegadas, son como un oleaje suave que mece el alma y le ayuda a permanecer en su unidad y paz; si están agitadas, el alma es perturbada y dispersada, ocasionando una profunda inquietud.                                                                                                                          El movimiento de las afecciones se funda en la tensión temporal de la interioridad, en el paso del futuro al pasado y en la forma de relación con las cosas. La apetencia o el deseo es el amor que codicia tener lo amado, por lo que tiende al futuro, al igual que el temor, que huye de lo que es adverso o teme perder lo apetecido; la alegría y la tristeza tienden a lo presente, en cuanto o bien se tiene ya algo y se disfruta de ello, o bien se experimenta lo adverso o la pérdida[7]. En cada instante de tiempo puede cambiar la relación del alma con las cosas mudables: pueden obtenerse, conservarse o perderse. A la existencia temporal le corresponde inevitablemente una afección; si el alma está orientada total o principalmente hacia lo temporal, las afecciones no pueden sino estar derramadas en multa y distraídas en el transcurrir incesante, condenándose a la inquietud permanente. Deseo (cupiditas) de lo que no se tiene y temor de lo que se puede perder, como dos heridasdel alma, desgarran el espíritu; la tranquilidad interior queda sujeta al vaivén impredecible del tener-perder las cosas temporales; la paz afectiva sólo puede durar si el alma se orienta hacia algo que no se puede perder; centrar el espíritu en el unum, abre una nueva forma de relacionarse afectivamente con la memoria, la atención y la expectación. Asoma nuevamente la necesidad honda de la existencia humana finita  de securitas, en este caso, de la “seguridad de la posesión”[8]. Para Agustín los afectos, que forman parte de la condición humana frágil y finita, son necesarios para vivir rectamente y su ausencia denota arrogancia, dureza e insensibilidad: carecer en absoluto de dolor mientras vivimos en este lugar de miseria… no sucede sino a costa de un gran precio: la inhumanidad en el espíritu y la insensibilidad en el cuerpo (San Agustín, Civ. Dei, XIV,XI,4). No puede ser motivo de represión el airarse con el que hace mal para que se corrija,  entristecerse con el afligido para consolarle, temer por el que corre un riesgo para que no perezca; igualmente, la felicidad perfecta en la vida futura no puede estar exenta de amor y gozo. Cuestiona a los estoicos, que reprueban incluso la misericordia, que es cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerle si está en nuestra mano (San Agustín, Civ. Dei, IX,V);  el problema para Agustín es que la misericordia se ofrezca observando la justicia.  Sólo admite la apatheia si se entiende como privación de los afectos que van contra la razón y perturban la mente; éstos se dan especialmente en quien vive “según el hombre”, que siente sus sacudidas como perturbaciones.                                                                                                       Indagando en las Sagradas Escrituras, San Agustín encuentra que todas esas afecciones pueden darse en buen sentido, siendo comunes a buenos y malos; los afectos están presentes en la persona misma de Jesús, quien sintió tristeza e ira por la dureza de corazón de los hombres, lloró cuando iba a resucitar a Lázaro, sintió compasión al ver la muchedumbre cansada y abatida, deseó comer la Pascua con sus discípulos o sintió angustia al acercarse la Pasión; al encarnarse aceptó esos movimientos en su espíritu humano. Agustín realiza, así, una verdadera liberación de afectividad, reconociéndola como parte de la naturaleza humana y, en cuanto tal, de carácter bueno.  Pero de las afecciones puede decirse que son ordenadas o desordenadas, en relación a su darse en una voluntad recta o perversa[9].                                                                                                                                  Una voluntad recta u ordenada es la que ama lo que debe ser amado y como debe ser amado[10]; para ello, ha de someterse a Dios para ser gobernaday ayudada, de lo cual se sigue que las pasiones se sometan al alma para ser moderadas conforme a la justicia. Las afecciones siguen la finalidad más profunda del alma: no se cuestiona tanto si el ánimo piadoso…está triste, sino por qué está triste; ni si teme, sino por qué teme (San Agustín, Civ. Dei, IX, V). Si las afecciones siguen la recta razón y están ordenadas a su fin, no son enfermedades ni pasiones viciosas: estas cosas son malas si el amor es malo, y buenas si el amor es bueno (San Agustín, Civ. Dei, XIV, VII, 2). Así, para San Agustín, el enigma de las afecciones se resuelve en un nivel más profundo del sí mismo que es la voluntad.

V.2. EL SER HUMANO COMO ANHELO Y VOLUNTAD
Entre las afecciones, ocupa un lugar central el deseo (cupiditas) o apetito (appetitus), cuyo carácter propio es tender hacia su objeto[11]. La “tensión hacia…”, deseo o anhelo[12], es un modo originario del ser del hombre, que es movido por este appetitus o amor como “desde dentro” de sí mismo, hacia un objeto deseado. El anhelo se fundamenta en el carácter de indigencia del ser humano, en su necesidad desecuritas, de asegurarse la existencia[13], a cuyo ser precario y creado de la nada le falta constantemente algo o Alguien…; además, en la temporalidad de la existencia, en que todo está pasando a cada instante del futuro al pasado, del ser al no ser, en una amenaza constante de acabamiento. El deseo es búsqueda de descanso en un gozo; el hallazgo es el término del ansia y el reposo en la complacencia: el fin del anhelo (cura) es la deleitación (San Agustín, En. In Ps.,7,9).            Siendo el deseo una afección y una tensión del alma, es en ésta donde el anhelante espíritu humano descubre la diversidad de lo apetecible: en primer lugar, el propio ser sí mismo constituido por su alma y su cuerpo, su vida interior, sus facultades y afecciones; los otros seres humanos que conoce a partir de la experienciade sí mismo;las otras criaturas, cosas y lugares que conoce por percepción o por referencia de otros; finalmente, Dios. San Agustín se pregunta si todo ello debe ser deseado y gozado de la misma manera; el criterio de distinción es, para él, ontológico. Hay una diferencia radical entre el deseo orientado hacia Dios y hacia todo lo demás: sólo el primero, que es deseo de lo eterno y garantía en sí mismo de su permanencia sin término, puede ser un gozo perfecto, el cual no es posible allí donde haytemor a la pérdida.                                                                       La pregunta sobre cómo “debe” algo ser deseado o cómo “debe” gozarse de ello, en cuanto deber, involucra un precepto y la posibilidad de obedecerlo. El mandato del deseo y del amor es propio del cristianismo: “Amarás…”, “no desearás…”; esto supone la existencia de una voluntas, sin la cual no tendría el precepto. Desde la tensión originaria del deseo, nuestro autor transita hacia la estructura de la voluntad recta.                                                                                                          En los afectos o movimientos del alma siempre está presente la voluntad (voluntas), incluso no son otra cosa que voluntad: el deseo manifiesta un acuerdo entre el apetito y lo que queremos; la alegría, el disfrute actual de lo que queremos; el miedo, un rehusar lo que no queremos; la tristeza, un rehusar de lo que tenemos ya presente y que no queremos[14].                                                                           Voluntas, que orienta la totalidad de la existencia y que constituye el querer de más valía (San Agustín, De trin., XV, XXI, 41; XV, XX, 38) es, junto a la memoria y el entendimiento, una de las facultades del alma[15]. En la vida moral, entendimiento y voluntad son elementos fundamentales e irreductibles; el entendimiento, para conocer cuál es el bien al que hay que dirigirse; la voluntad, para querer ese bien, sin lo cual el hombre no se encaminará al bien; el amor es el móvil más poderoso[16]. Al alma afectiva le salen al encuentro objetos que la solicitan y ante los cuales experimenta diversos afectos, sea de deleite o desagrado; algunas veces, la misma voluntad busca lo que está como preparado y oculto en la memoria para traerlo a presencia en el pensamiento; la voluntad, si es recta, sabe lo que ha de apetecer y evitar, por lo cual no podría existir sin inteligencia memoria; es, pues, propio de la  voluntad la elección[17].                                                                                                      La voluntad se orienta a un fin, a un objeto del que se puede gozar o usar; gozar (frui)es adherirse a una cosa por el amor de ella misma; usar (uti) es emplear lo que está  en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado (San Agustín, Doctr. christ., I,IV, 4); el fin último al que se refieren todos los demás es la felicidad. El disfrute o goce se produce cuando la voluntad, como buscándose a sí misma, descansa con placer en alguna cosa conocida; el uso consiste  en tomar la voluntad algo como medio para alcanzar el goce; la relación voluntad y gozo es expresada así: el amor no es otra cosa sino la voluntad que apetece o retiene el gozar (San Agustín, De Trin., XIV, VI, 8). La voluntad está en tensión cuando se dirige a un objeto, buscando agrado o utilidad; cuando lo alcanza, termina la tensión y sucede el agrado y reposo: complacencia es la voluntad en reposo (San Agustín, De Trin., XI, V, 9). Las diversas formas del querer son rectas si es bueno el fin al que se refieren; si no, hay una confusión de voluntades no rectas que aprisionan al alma y que ofrecen una felicidad mentirosa[18]. Según  Agustín, en el orden del gozo y el uso de las cosas se juega la vida moral: no existe para el hombre otra vida viciosa y culpable que la que usa y goza mal de las cosas (San Agustín, De Trin., X, X,13).
            Lo propio de la voluntad es el querer o amar. El ser humano es un ser que quiere y ama y que mediante ello orienta su existencia: mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado (San Agustín, Conf., XIII, IX, 10). Más aún, el ser humano es lo que ama: cada uno es tal cual es su amor (San Agustín, Ep. Ioan., II, 14)[19], siendo esto la hondura máxima de su espíritu[20].

V. 3. CUPIDITAS Y CARITAS
Veamos  una definición que ofrece Agustín: amar no es otra cosa que desear una cosa por sí misma (San Agustín, De div,quaest. 83, 35). Ello implica la distinción entre lo deseado y lo que es en sí mismo deseable. En principio, hay múltiples objetos de amor: vida, inteligencia, criaturas, uno mismo. Dios; pero no todos deben ser amados ni de cualquier manera, pues el amor no  está fuera de un orden[21], querido por el Creador: el ordo amoris. Se ha de amar todo como debe ser amado; en primer lugar, se ha de amar  a Dios mismo, Sumo Ser y Creador de todo, amándolo a Él mismo y no por otra cosa.  Sólo en referencia a Él encuentra su justo lugar el amor a sí mismo, a los semejantes y la relación con las restantes criaturas. El trastorno de este orden del amor es la defección o mal; por el contrario, la virtud puede definirse, según la conocida expresión agustiniana, como el orden del amor (SanAgustín,Civ.Dei,XV,XXII).    
            De la idea de orden se desprende la posibilidad de dos amores, según se acomoden o no a él, que Agustín llamará caritas y cupiditas. Ambas son afectos o amores y se encaminan a la felicidad[22], pero mientras caritas  es la elevación hacia el bien superior, cupiditasresbala a un bien mínimo, al desamor de Dios y al amor desmedidodesímismo.                                                                                                    Como hemos visto, Agustín denomina cupiditas, en sentido amplio, a todo deseo como afección propia de la naturaleza humana. Ahora bien, hay deseos reprobables o culpables y otros que no lo son.  Por ejemplo, el deseo de vivir sin temor es común a buenos y malos, pero en el caso de éstos va acompañado del amor de aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas; así, el deseo culpable o codicia (cupiditas) se acompaña de un esfuerzo por asegurarse estas cosas y gozarlas plenamente y por quitar cualquier obstáculo que lo impida. Puede definirse el deseo culpable como el amor desordenado de aquellas cosas que podemos perder contra nuestra propia voluntad (San Agustín, De lib. arb., I, IV, 10).  Si el apetito desordenado domina el espíritu humano, lo que no puede suceder sino mediante la voluntad, el ser humano sufre el dominio cruel y tiránico de las pasiones que a través de mil y encontradas tempestades perturban profundamente el ánimo y vida del hombre, de una parte, con un gran temor, y de otra, con un incontenible deseo; con una angustia mortal o con una vana y falsa alegría (San Agustín, De lib. arb., I, XI, 22). Dicho apetito es fuente de desasosiego interior, en cuanto desprecia los bienes eternos, de los cuales goza el alma por sí mismos y que no puede perder, y prefiere los bienes temporales, que nunca pueden tenerse como seguros[23]. Por el contrario, el deseo ordenado está a la base del buen uso de los bienes, que consiste en tenerlos y administrarlos cuando fuese necesario, pero con disposición a perderlos[24].           
            Una peculiaridad del deseo es su amplitud y variedad, puesto que pueden desearse muchas cosas, incluso contrapuestas, al mismo tiempo. Esta multiplicidad del desear a veces ha confundido a quienes pasan desde la constatación de dos voluntades que luchan entre sí a la consideración de que hay dos naturalezas en el hombre, una buena y una mala; ante este resabio maniqueo, a Agustín le interesa declarar la unicidad del alma humana: yo era el que quería, y el que no quería, yo era (San Agustín, Conf., VIII, X, 22). Aun si se desean cosas buenas, la multiplicidad de deseos es fuente de inquietud interior, pues, dada la multitud de cosas que apetecemos, luchando contra sí, despedazan el alma (San Agustín Conf., VIII, X, 24); incluso al buscar el deleite de cosas buenas, el corazón permanece dividido mientras no se delibera y escoge una. Agustín dice que el alma es despedazada (discerpo), destruida, dividida; de esta dispersión y desgarramiento interior se libra con la elección de una: luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y une toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas (San Agustín, Conf., VIII, X, 24). La claridad de un fin hacia el cual dirigirse y la determinación de la voluntad a seguirlo, son pasos esenciales para la reunificación del ser sí mismo. Pero la elección de una cosa temporal, por buena que sea, no soluciona cabalmente el desgarramiento, puesto que puede ser deseo de un “todavía no” que quizás no arribe nunca o continuar siendo deseo aunque haya concluido su posesión o temerse su pérdida inminente; en tal caso, el temple del alma sería sacudida intermitentemente por los movimientos del deseo ansioso, el miedo y la tristeza.          
            El conflicto se traslada a la decisión entre lo eterno, el Creador, y lo temporal, la creatura, que constituye el desgarramiento fundamental del espíritu humano. Puede ocurrir que el alma oscile entre ambos deseos, conflicto que Agustín experimentó en su propia vida: la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien temporal retiene fuertemente a la inferior (San Agustín, Conf., VIII, X, 24). Dos deseos del alma, pero “a medias”, no totales; ninguno la llena completamente y su lucha es dramática: por eso desgárrase a sí con gran dolor al preferir aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad (San Agustín, Conf., VIII, X, 24). El hábito perverso, unido a la debilidad humana que proviene del pecado original, hace muy fuerte a la concupiscencia, transformándose en una verdadera cadena que esclaviza al alma y de la cual será muy difícil liberarse: de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha proviene la necesidad (San Agustín, Conf., VIII, V, 10).           
            Cupiditasestá a la base de la perspectiva agustiniana del mal moral, el cual es un deseo y gozo desordenado de lo creado distanciándose del Creador: llamo codicia al movimiento del alma que arrastra al hombre al goce de sí mismo ydel  prójimo y de cualquiera otra cosa corpórea  sin preocuparse de Dios  ( San Agustín, Doctr. christ., III, X, 16). El movimiento interior que consiste el mal, aversión a Dios y conversión a sí mismo y a las criaturas, comienza con el despreciar (neglego)  y tener un poco a Dios;  le  sigue la apetencia de experimentar su  propio poder (San Agustín, De  Trin., XII, XI, 16), es decir,  el apetecer divinidad para sí mismo: la culpable ambición de ser como Dios(San Agustín, De  Trin., XII, XI, 16), finalmente, culmina en el deleite de las cosas inferiores, haciéndose semejante a las bestias.  Cupiditas termina en una disminución del ser humano: el alma racional  se degrada… cuando se da  a  las cosas externas,… no con laudable  intención de referirlas a un fin útil, sino arrastrada por una torpe apetencia que la lleva a pegarse a ellas  (San Agustin, De Trin., XI,  III, 6). El mal moral solo  es posible por el consentimiento de la voluntad: no es posible el pecado, ni de pensamiento ni de obra, si la atención del alma, con  poder absoluto para lanzar los miembros a la acción o refrenarlos,  no cede servilmente  al acto culpable (San Agustin, De Trin., XII, XII, 17).                                       A cupiditas se contrapone el amor de las cosas dignas de ser amadas o  amor del bien, el cual llama Agustín con más propiedad caridad (caritas) o dilección (dilectio)[25]: llamo caridad al movimiento del alma que nos conduce a gozar de Dios por Él  mismo, y de nosotros y del prójimo por Dios (San Agustin, Doctr.  christ.,  III, X, 16).                                                                                                                                      En su existencia, el ser humano puede usar (uti) de muchas cosas, pero no ha de amarlas a todas: San Agustín distingue cuatro  géneros de cosas que pueden amarse: el que está sobre nosotros; nosotros; lo que haya junto a nosotros; lo que es inferiosr a nosotros (San  Agustin, Doctr. christ., I, XXIII, 22).  Dios, Bien inmutable, sobre nosotros ha de ser el único de quien el alma ha de gozar (frui) por Él mismo; del ser humano, tanto de sí mismo como del otro, se ha de gozar y amar por Dios: no te complazcas en ti mismo, sino en aquel que te hizo; y lo mismo has de practicar con aquel a quien amas  como te amas a ti (San Agustin, De Trin, IX, VIII, 13). El amor de sí mismo es ordenado  si el alma se ama en toda la extensión de su ser y no  más allá de los límites de su ser;  es imperfecto, si el alma se ama como  se debe amar al cuerpo, que es inferior a ella, o como sólo Dios ha de amarse, siendo ella infinitamente inferior; la malicia es completa si ama a su cuerpo como sólo Dios  se ha de amar[26];  El amor ordenado a lo inferior a nosotros, el cuerpo, consiste a mirar por él con  prudencia y orden [27].Con frecuencia se ha levantado contra la obra agustiniana la crítica de “intimismo”, el cual no resolvería claramente como se ha de pensar del amor de Dios al amor de otro ser humano, considerándola incluso como una moral sin  prójimo[28]. Para San Agustín, la plenitud y fin de la Escritura  es el amar a Dios, de  quien se ha de gozar, y el amar a otros hombres, que junto a nosotros pueden gozar de Él[29]; esto suscita la gran cuestión de si el amor al prójimo y el amor a sí mismo son asimilables  a la escritura dicotómica y teleológica del uti-frui. ¿Puede el sí mismo ser objeto de gozo o de uso? ¿Se debe amar al hombre por causa del hombre o por otra cosa distinta? Agustín responde: a mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye la vida bienaventurada (San Agustín,Doctr. christ., I, XXII, 20). Resta, entonces, el uti, que ha de tener un carácter distinto al modo de usar  de las restantes criaturas y equivale a “amar por Dios”: si a ti mismo no te debes amar por ti mismo, sino por Aquel  que es el rectísimo  fin de tu amor, no arda en cólera ningún otro hombre porque también le amas a él, no por él,  sino por Dios(San Agustín, Doctr. christ.,I, XXII, 20). Los seres humanos, a diferencia de otras criaturas, pueden gozar de Dios unos junto a otros; amarlo “por Dios” significa que –sea que nos favorezca o no, a los cuales necesitamos o no, a quienes podamos auxiliar  o no- debemos querer que todos amen a Dios con nosotros, y ordenar a este único fin todo el bien que les hacemos o que ellos nos hacen (San Agustín, Doctr. christ.,I, XXIX, 30)[30].                                   En el encuentro con otro puede haber cierto amor  y gozo, pues cuando se halla presente lo que se ama es preciso que traiga consigo la delectación (San Agustín, Doctr. christ.,I, XXXIII, 37),  aunque no debe ser una amor como el debido a Dios;  amar la criatura no por la criatura sino por Dios, no es concupiscencia sino caridad (San Agustín, De Trin., IX,VIII,13).El “uso” en este sentido de unos  y otros seres humanos entre sí, es semejante al “uso” que Dios hace de nosotros: nos hace un bien no para su utilidad, sino para la nuestra; su fin es su misma bondad. Igualmente, el bien que nosotros hacemos a otro, no lo hacemos para nuestra utilidad sino para el bien de él, para que él también puede gozar de Dios: el que ama a los hombres ha de amarlos o porque son justos o para que sean justos. Con igual caridad se ha de amar a sí mismo (San Agustín, De Trin., VII, VI, 9); esto es amar al otro por Dios, aunque se sigue de algún modo un bien para sí, que es el gozo de Dios y el gozo mutuo en Dios[31]. Otro modo de amarse  o amar  al prójimo  reviste  un peligro para el hombre: todo el que se ame con otro amor, injustamente se ama, pues se ama  para hacerse injusto; se ama para ser malo, y  en consecuencia, no se ama. El que ama la injusticia, odia su alma (San Agustín, Se Trin., VIII, VI, 9); además, daña  el caudal del amor de Dios, que disminuye al “filtrarse”por arroyuelos laterales. Amar  al hombre en Dios significa   no detenerse en aquél como objeto de la esperanza de ser feliz ni en la posible delectación que ocasione su presencia –lo que sólo con Dios ha de hacerse- encaminándola hacia lo que permanecerá siempre; significa, además, reconocer que Dios  es el Sumo Bien, fin de la alegría humana, al cual se encamina el sí mismo y el prójimo, procurando  que Dios sea amado en todos[32]. Agustín resume así el ordo amoris: A todo hombre  en cuanto hombre se le debe amar  por Dios  y a Dios por sí mismo. Y como Dios debe ser amado más que todos los hombres, cada uno debe amar a  Dios más que a sí mismo. También se debe amar a otro hombre más que a nuestro cuerpo...todas las cosas se han de amar por Dios (San Agustín, Doctr. christ., I,XXVII,28)[33].                                                                       Del fin común que es la vida bienaventurada en eterno amor  a Dios, surge una comunidad de amor entre los seres humanos, un cierto deber de mutua  deliección[34] y de ayuda mutua. El amor de Dios  al  hombre  es gratuito, en cuanto ofrece su amor por su sola bondad; en cambio, el amor  al prójimo, cuyo nombre indica relación,  se da en una reciprocidad : nuestro prójimo,  es aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita… de donde se infiere que también es nuestro prójimo aquel que recíprocamente ejecuta esto con nosotros  (San Agustín, Doctr, christ.,  I,XXX,31). El precepto del amor  al prójimo implica la igualdad y universalidad: se ha de amar a todos por igual, sin exclusiones, incluso a los enemigos[35]; además, conlleva una cierta urgencia[36].                                                         
Pero quizás en este desarrollo agustiniano aún no se aprecia claramente el paso del alma desde el amor de Dios al amor del prójimo. ¿Tienes razón las posiciones que ven en Agustín cierto aislamiento del hombre en la intimidad de su alma, que para unirse a Dios ha tenido que renunciar a sí mismo, al otro y al mundo? Una claridad a este respecto nos exige caracterizar más precisamente en qué consiste el amor con caritas.                                                                                     En primer lugar, el amor tiene un carácter unitivo; el amor (dilectio, charitas) es una vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado; además, es trinitario, supone siempre tres elementos: el amante (el que pues, una intencionalidad en el amor que va más allá del deseo, por el solo hecho de dirigirse hacia un objeto amado[37]. Para el alma del amante, lo más cercano, conocido e íntimo es ella misma y su propio amor; es esta interioridad encuentra a Alguien, presente en la memoria, más íntimo a sí que ella misma, al que está llamada a unirse y abrazarse plenamente; para llenarse de Dios, que es Caritas, antes tiene que vaciarse del amor desordenado y desmedido de sí mismo, de cupiditas, del orgullo, la soberbia, la codicia, la vanidad: en cuanto más inmunizados estemos contra la hinchazón del orgullo, más llenos estaremos de amor (San Agustín, De Trin., VIII, VIII, 12).                                                                                                            Del mismo amor que une al alma con Dios brota el amor al prójimo, como aquel qe después de Dios y de su propia alma le es lo más próximo: ¿Qué es lo que ama el amor, sino lo que amamos con caridad? Y este algo, partiendo de lo que tenemos más cerca, es nuestro hermano (San Agustín, De Trin., VIII, VIII, 12)[38]. El mismo amor de caridad es el vínculo que une al alma con Dios (subiungo) para estarle sujeta y a los hombres entre sí (coniungo, consocio), para estar unidos y asociados en amor mutuo. Siguiendo el apóstol San Juan, Agustín ve que la perfección del amor es el amor al hermano (fratisdilectio). La caridad fraterna incluye en sí misma el amor de Dios: el amor fraterno no sólo es don de Dios, sino,… Dios mismo (San Agustín, De Trin., VIII, VIII, 12); amar al hermano en caridad es amarlo en Dios.                                                                                                                                    El que ama el amor ama a Dios y necesariamente al hermano; el que no ama a su hermano no está en caridad, le falta amor y no está en Dios, porque Dios es amor. De este modo, para San Agustín, los preceptos de amar a Dios y amar al prójimo no existen nunca el uno sin el otro, lo cual es una refutación a la ausencia del prójimo. En su planteamiento, caritas es una fuente única, pese a la diversidad del modo como debe amarse a Aquel que es incomparablemente más que nosotros y a los seres humanos junto a nosotros: con un mismo amor de caridad amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios por Dios, a nosotros y al prójimo por Dios (San Agustín, De Trin., VIII, VIII, 12). El acrecentamiento del amor de Dios conlleva mayor amor de sí mismo y, por tanto, del hermano, amado como uno mismo: cuanto más amamos a Dios, más nos amamos a nosotros mismos (San Agustín, De Trin., VIII, VIII, 12).    Volvemos a preguntar, ¿Cómo puede amar al prójimo quien por la unión con Dios ha debido negarse a sí mismo? En verdad, caritas requiere la humildad del ponerse en su justo y verdadero lugar como criatura; la “negación de sí” es en realidad la superación de un estado del sí mismo cuyo valor es cupiditas; esto no es una anulación del ser sí mismo sino su plenitud. Sólo a través de caritas el espíritu humano se descubre a sí mismo –al mismo tiempo que a Dios y al prójimo- en una nueva dimensión hasta entonces oculta; sólo en caritas llega a ser el que es. Ahora se conoce a sí mismo no sólo como appetitus, como deseo o tensión temporal que ansía la permanencia en medio del vertiginoso paso del futuro al pasado. El amor unitivo de Dios, caritas, es dirección del alma hacia un objeto, pero ya no en la búsqueda de la afirmación de sí, pues ha encontrado la firmeza de lo permanente, ha alcanzado la securitas[39]; ahora el alma no tiene temor de pérdida ni anhelo de nada más que de Él; el temor da paso a la confianza, el anhelo al gozo, la carencia a la plenitud, la codicia a la donación[40]; ya no sólo pide desde la indigencia, sino que puede dar desde la abundancia; se convierte el anhelo de la búsqueda en el amor gozoso de la posesión (San Agustín, De Trin., XV, XXVI, 47). Tras la negación de sí y del mundo y a partir de la unión con Dios, el espíritu humano se reencuentra consigo mismo en un amor más definitivo y completo, sin la preocupación del cuidado; asimismo, descubre la comunión fraterna con el otro sin interés egoísta. Unida al amor de Dios, necesariamente ama a todos los seres humanos; no hay aislamiento del alma ante Dios sino que precisamente se hace posible la apertura y comunión.                                                                                                                                           La tensión deseo-temor da paso a la relación caridad-confianza; a mayor confianza y firmeza en Dios, mayor es el amor; en éste no hay temor porque el otro ser humano no puede ser amenaza de disminución del bien total, sino que, por el contrario, el mismo amor reclama ser compartido. Tal donación es posible porque el amor mismo es antes donado al alma humana por Dios, pues nadie puede aprovechar a otro con aquello que él no tiene (San Agustín, Doctr. christ., III, X, 16)[41]. La caridad o buena voluntad, raíz de toda obra buena[42], es infundida por la gracia divina en el espíritu humano, creando un estado afectivo superior, que le hace amar el bien. Se convierte en una motivación del actuar superior al temor, pues transforma íntimamente y eleva la vida humana; ya no actúa como siervo, por temor, sino como hijo y hermano; el amor es principio de libertad interior[43].                                     Cupiditasy caritas siguen la dialéctica de los contrarios, siendo el deseo de adherirse a Dios (caritas) inversamente proporcional al deseo de sí mismo: cuanto menos amemos lo propio, tanto más amaremos a Dios (San Agustín, De Trin., XII, XI, 16). Cupiditas, el anhelo de conseguir y conservar bienes temporales es el la tensionveneno de la caridad; por el contrario, ésta aumenta y se perfecciona cuando se destruye el imperio de la concupiscencia (San Agustín, De div. quaest. 83, 36)[44]. Cupiditas está llena de temor a la pérdida; caritas progresa con la disminución del temor y su perfección es la ausencia de todo temor (San Agustín, De div. quaest. 83, 36); sólo admite el temor de Dios.  Caritas sitúa el amor de Dios como el fin supremo de la voluntad; en cupiditas se encuentra más bien un vacío de Dios, del cual deriva una ceguera o confusión y desorden del amor. Cupiditas consiste en el amor desordenado de algo que se tiene y que se puede perder; caritas, en el amor ordenado de aquello que no se puede perder. El temor a la pérdida involucra un deseo de posesión, un apego, una adhesión amorosa desmedida a sí mismo y a las criaturas y termina en un desasosiego interior; la paz para el hombre no puede provenir sino desde el amor de lo que no se puede perder, lo inmutable: Dios.                Además de ordenado, el amor debe ser total, pues puede ocurrir que se desee un bien excelente, pero no con toda la voluntad; ello constituye otra fuente de inquietud interior. El alma humana es de tal condición que necesita un deseo total de un bien total. De otro modo, la existencia es un peso insostenible: me soy carga a mí mismo, porque no estoy lleno de ti (San Agustín, Conf., X, XXVIII, 39). Sólo el querer total de Dios puede calmar definitivamente la afectividad humana: cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti (San Agustín, Conf., X,XXVIII, 39).                                                       El conflicto entre cupiditasy caritas  puede ilustrarse con una experiencia vital de Agustín, quien en sus años de pertenencia al maniqueísmo, adquirió una gran amistad con un joven, que había sido su condiscípulo y con el que se había criado de niño. La profundidad de su afecto la confiesa así: su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella mi vida (San Agustín, Conf., IV, IV, 7); después de un año, el joven enferma, es bautizado y muere. El corazón de Agustín se entenebreció de tristeza por la pérdida del gozo de aquel amigo queridísimo, encontrando en su miseria el solo consuelo de dolerse, llorar y descansar en su amargura; su alma estaba rota y profundamente perturbada, por la pérdida de quien era la mitad de su alma (San Agustín, Conf., IV, VI, 11)[45]. Con sinceridad confiesa la esclavitud de su afecto: era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sintiendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de que las pierda (San Agustín, Conf., IV, VI, 11). Pasó el tiempo, que suavizó su herida: no en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma efectos maravillosos (San Agustín, Conf., IV, VIII, 13). En el tiempo que escribe sus Confesiones, puede ya realizar la difícil tarea de confesar ante Dios y ante sí mismo la miseria de su corazón: he aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro (San Agustín, Conf., IV, VI, 11). Confiesa el desorden de sus afectos: ¡Oh locura, que no sabe amar humanamente alos hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! (San Agustín, Conf., IV, VII, 12); había derramado mi alma en la arena, amando a un mortal, como si no fuera mortal (San Agustín, Conf., IV, VIII, 13). La miseria del no saber amar como se debe se contrapone a la felicidad de quien guarda el ordo amoris: Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse (San Agustín, Conf., IV, IX,14). El sentido auténtico de la amistad es un vínculo de caritas: no hay amistad verdadera sino entre aque-llos a quienes ni aglutinas entre sí por medio de la caridad (San Agustín, Conf.,IV, IV, 7). En la madurez de su vida, puede dar una mirada más serena sobre el vínculo de la amistad y la herida inevitable que causa su ausencia, pues se trata     de un lazo espiritual de afecto humano: ¿cómo no nos va a ser amarga la muerte de quien nos es dulce la vida? (San Agustín, Civ, Dei, XIX, VIII).                                                                                                                                         Mediante esta experiencia, Agustín explica que el orden del amor se basa en la precariedad ontológica del ser creado que es sostenido por el Sumo Ser: las hermosuras que están fuera de ti… no serían nada si no estuvieran en ti (San Agustín Conf., IV,X,15);también, en la condición fugaz de las cosa temporales:  todas perecen…cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser (San Agustín, Conf., IV,X, 15); por último, en su coodición de ser partes: son partes de cosas que no existen todas a un tiempo,  sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas partes son (San Agustín, Conf., IV, X, 15). Frente a la precariedad, fugacidad e incompletitud de las cosas temporales, se muestra el carácter superior del amor   que no abandona (desero); mejor que todas ellas es el que las ha hecho, que es nuestro Dios, el cual no se retira (discedo), porque ninguna cosa le sucede (San Agustín, Conf., IV, XI, 17).                                                                                                                                           De ello se sigue el orden de los afectos: si se agradan los cuerpos, alaba a   Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice…Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán (San Agustín, Conf., IV,XII, 18). El ser humano es amor, tensión, interrogación y búsqueda (quaero), deseo hondo de felicidad: buscad lo que buscais, pero sabed que no  está donde lo buscais (San Agustín, Conf., IV, XII, 18). Rodeado de bienes, éstos sólo serán suaves para su espíritu si justamente reconoce que proceden de Dios; serán ásperos y amargos si son amados injustamente. El descanso del alma es sólo el amor total al todo: Adherios a él, que es vuestro Hacedor. Estad con él, y  permaneceréis estables; descansad con él, y estaréis tranquilos (San Agustín, Conf., IV, XII, 18). Y sólo en la unión definitiva con Dios será feliz y su deseo será colmado de bienes[46]. Así, en la encrucijada del deseo y el amor se decide la totalidad de la existencia.                La perspectiva agustiniana del amor, la voluntad y las afecciones sólo se entiende cabalmente desde su visión antropológica, que implica la consideración de los diversos momentos por los que pasa la humanidad en la historia de la salvación, creación, caída, redención, consumación. El hombre ha sido creado en amor a Dios (caritas), aunque en un estado de inocencia, es decir, antes de la experiencia histórica iniciada con su caída; tiene la posibilidad del amor total al Bien total, pero también de caer, para lo cual hemos visto que encuentra la intermediación “restuladiza” de la curiosidad o la admiración; su voluntad, sus afectos y el amor a sí mismo, a los demás hombres y criaturas es ordenado, aunque subsiste con él   la indigencia propia de su ser creado de la nada.                                                                   El hombre caído existe bajo el imperio de cupiditas, en un desorden completo           del amor. Dios es negado totalmente o postergado frente a otros bienes; el amor de si está dominado por la soberbia; el amor a los seres humanos y criaturas por la codicia y el afán de dominio, el amor al propio cuerpo por el temor del cuidado y el ansia del placer; como vestigios del pecado original, su voluntad ha quedado debilitada y sus afecciones perturbadas, causándole profundo desasosiego.                     Al hombre redimido[47] se le abre la posibilidad de amar en libertad y orden,  después de la inocencia, con cierta fragilidad y con el auxilio de la gracia. Pese a         la debilidad de la voluntad que arrasara, puede aspirar a la sanación, si abriéndose      a recibir el don de la voluntad que arrastra, puede aspirar a la sanación, si abriéndose     a recibir el don del amor de Dios se orienta a su búsqueda, luchando contra el        dominio de cupiditas y las raíces de la soberbia y la codicia; puede amarse a sí        mismo y a los otros hombres en caridad, amar su cuerpo con un cuidado prudente        y sereno y usar ordenadamente de las restantes criaturas; la ayuda de la gracia en       el combate, le garantiza la victoria final.                                                                                              Sólo tras la consumación de los tiempos, el hombre poseerá el prefecto amor,   gozo y unión con Dios; habrá finalizado la inquietud del apetito, descansará en           una felicidad eterna. Su existencia junto a otros será alabanza, amor total, paz               y descanso en Dios; no requerirá cuidar su cuerpo ni usar de las otras criaturas,   aunque éstas pueden permanecer en la memoria como gratitud por el bien recibido.     La voluntad será restaurada totalmente, en el orden del amor, las afecciones, si       existen, estará en calma, sin intranquilidad alguna del espíritu.                                      De todo lo anterior se desprende que, para Agustín, el hombre es “amor” en          un sentido existencia profundo. El fin último de su existencia es Dios, el gozo             del amor prefecto; el fin de la existencia temporal es aprender a amar, buscar la     madurez del amor y su máxima perfección posible, para lo cual necesita a Dios      Creado para amar, ésta llamado a  amar y ser amado, junto a otros.
V.4. AMOR Y FILOSOFIA MORAL HOY
San Agustín asimila diversos elementos de pensamiento antiguo, griego y romano, como el punto de vista teleológico y la reflexión sobre las pasiones. Lo verdaderamente nuevo en su obra es que pone al amor en el centro de la vida moral y del hombre. En su propia vida y su búsqueda persona de la verdad, late un anhelo amoroso velado e impetuoso, que lamenta no haber descubierto y reconocido: ¡tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! (San Agustín, Conf., X, XXVII, 38)[48].                                                                                                           Gracias a la agudeza de Agustín para penetrar con sutileza el mundo interior humano, puede hallarse en él una verdadera “fenomenología” del amor, del deseo y la voluntad. La reflexión sobre estos aspectos del alma humana puede iluminar a la filosofía moral contemporánea, construida en gran medida sobre el papel de la racionalidad. Pero, simultáneamente, constituye un llamado de alerta ante el posible desorden, confusión y desborde del deseo, que al quedar como único criterio de la moralidad, sumiera al ser humano en un desequilibrio interior. La unidad de voluntad, memoria y entendimiento en la vida moral pretende salvaguardar de una consideración puramente emotivista, que interpretara la moralidad como una cuestión de meras voluntades, preferencias y afectos personales[49].                                    Que la interioridad humana sea de naturaleza afectiva no puede resultar indiferente a la moralidad, que ha de contar con ello. Una fenomenología de deseo y de sus desviaciones, como el desmedido afán de posesión y dominio, es favorecida por la reflexión antropológica en torno a la finitud de la existencia humana y su búsqueda de securitas; asimismo, por la caracterización del ser humano como anhelo o “ tensión hacia” . Como una concepción en cierto modo precursora de los desarrollos de la fenomenología contemporánea, dicha tensión pone de manifiesto la intencionalidad del ser mismo y su carácter axiológico, es decir, su tender deseosamente a un mundo que recibe afectivamente y al cual, repartido en multitud de bienes, tendrá que valorar y ponderar[50].                                                                          En la encrucijada del deseo de dominio y posesión, el bien y la felicidad, se muestra la paradoja de la condición humana. Ocurre que los hombres prefieren poseer todo lo que desean antes que querer bien todas las cosas, aunque no las posean (San Agustín, De Trin., XIII, VI, 9). El miedo a no alcanzar o perder lo deseado obstaculiza fuertemente la rectitud de la voluntad. La paradoja radica en que únicamente por el desasimiento de aquello a lo que esta adherida – con deseo y temor -, el alma encuentra la plenitud de su querer y su felicidad: vive feliz aquel que vive como quiere y nada malo desea (San Agustín, De Trin., XIII, VIII, I1). Solo uniendo su voluntad a una voluntad que le trasciende, puede hallar el reposo del espíritu; solo así pasa de la inquietud de tener que sostenerse en la existencia, al descanso de saberse sostenido; solo así se revela que todo es fruto de amor, sostenido por él y que va hacia el[51]. La pérdida de sí y el hallazgo de Dios le permite un nuevo reencuentro consigo mismo y con el otro[52]. La superación del anhelo como cupiditasse completa solo con el nacimiento y crecimiento de otro amor (caritas) más alto y definitivo: destruye en ti todo lo que es contrario a la verdad, y, cuando te veas libre de las perversas codicias, no te quedes ocioso, como si no tuvieses ninguna cosa que desear. Hay algo a donde debes encaminarte si ya lograste en ti que no haya nada que se te oponga… anhela deleitarte, desea la fuente de las aguas. Dios tiene con qué refrigerar y llenar al que se acerca a El como ciervo veloz a apagar la sed (San Agustín, En, in Ps., 41,3).                                                                                 La intencionalidad manifiesta en el deseo y la voluntad de muestra que el hombre se orienta teleológicamente en la existencia. La temprana intuición griega tan claramente consolidada por el pensamiento aristotélico, de que el ser humano tiende a un fin, es acogida por San Agustín como una certeza fundada en cierto “realismo interior”. Conocemos que amamos -diría nuestro autor- conocemos que tendemos hacia algo, que perseguimos un fin; la propia estructura de la voluntad hace necesario un punto de vista teleológico en la moral; en esta no puede estar ausente, a la vez, la pregunta por el gozo y por la felicidad del hombre. Fecunda para la reflexión moral será también la distinción clarificadora entre un fin último de la existencia y los restantes fines y medios.                                                                                Constituye un enriquecimiento de la perspectiva ética, el establecimiento de la voluntad como uno de los jefes fundamentales de la existencia humana y de la moralidad. Para San Agustín la voluntad o amor es la profundidad del hombre, presentes en todas las dimensiones del alma. La búsqueda de la verdad y del conocimiento, tan valiosa para San Agustín, implica un anhelo y amor. El sentir, recordar y pensar objetos exteriores[53], Todo traer al pensamiento y toda la indagación implican voluntad. En efecto, el conocer o traer a la noticia el pensamiento es precedido en una búsqueda que anhela reposar en un fin: es la investigación un apetencia de encontrar (San Agustín, DeTrin., IX , XII, 18); todo el que busca quiere encontrar y si busca lo que pertenece a la noticia, quiere conocer; si la búsqueda es con ardor y constancia, se trata de un estudio, como el que está presente en la investigación de las disciplinas y ciencias. Puesto que todo conocer es precedido de un appetitus, se ve que cognitio y amor no están separadas. El amor orienta la vida personal y las de las sociedades, pues, para Agustín, lo propio de la sociedad terrena, que camina a espaldas de Dios es estar ansiosa y apegada a los goces terrenos, como si hubiera otros (San Agustín, Civ Dei, XV, XV, 1).             Caritas permite pensar en el amor al prójimo como auténtico fundamento de la conformidad humana, formada por aquellos que pueden unirse íntimamente a Dios, es decir, todos los seres humanos. Constituye un elemento de enlace originado en la interioridad, relevante para la defensa de la dignidad de todos los seres humanos[54]. La proximidad del otro es descubierta por Agustín mediante una profundización en la interioridad humana, en el hallazgo de Dios y el verdadero amor, que le une al Creador y a los que comparten la posibilidad de su gozo. A partir del planteamiento de nuestro autor, podemos decir que caritas es lo único que puede enfrentar el problema de comunión entre los seres humanos; el querer vivir para sí mismo y la satisfacción de sus propios deseos es el verdadero origen del aislamiento de sí y del otro. La recuperación de la comunidad humana sólo puede puede provenir de un fondo común que es la presencia de Dios, del Amor, en todas las almas: se presenta como vía para superar la soledad y la incomprensión.    La moral agustiniana del amor a Dios y al prójimo, centra la mirada en el volverse la voluntad desde el egoísta imperio de cupiditas al ordo amoris; es una moral de transformación interior y, por esta razón, puede esperarse de ella cierta eficacia. Para San Agustín, la acción moral se inicia en el hombre interior; cupiditas o caritas comienzan por mover la interioridad humana y desde allí brota la acción: nadie queriendo hace algo sin antes hablarlo con su corazón[55]. Sin el crecimiento interior del sujeto moral del sujeto interior del sujeto moral, nunca será suficiente la sola evaluación del as consecuencias acción o la sola adecuación a unos principios.Sería de interés explorar un diálogo entre el enfoque agustiniano y las teorías del desarrollo moral, en cuanto puede vislumbrarse en él algo así como dos “estadios” de la voluntad o amor: el primero, guiado por cupiditas, en que predomina el amor desmedido de sí, la búsqueda ansiosa de posesión y dominio y el temor a la pérdida; el segundo, orientado por caritas que prevalece el amor a Dios, el amor ordenado de sí y del prójimo, de la unión y donación, la tranquilidad estable y la confianza.    Sin duda, la concepción agustiniana de caritas como la plenitud del amor y del hombre, se funda en el amor enseñado por Jesucristo, mediante el “abajamiento” de la encarnación y la unión amorosa con la voluntad de Dios Padre. Todos los elementos surgidos muestran que San Agustín, con el frescor de la mirada de su espíritu antiguo, devuelven a la filosofía moral la integridad del hombre.




[1]Cfr. San Agustín, Conf., X , XIV, 22; Civ. Dei, XIV, V.
[2]Las pasiones aparecen en Plotino como un mal que el alma contrae al mezclarse con la naturaleza inferior. “Porque, ¿qué mal podría sucederle al alma, o a qué alma, de no haber entrado en contacto con la naturaleza inferior? Ya no habría apetitos, ni penas, ni iras ni temores. Porque los temores. Porque los temores son propios del compuesto, por miedo a disolverse. Las penas y dolores son propios de quien está en trance de disolverse. Los apetitos nacen cuando algo molesta al organismo o alguien planea un preventivo que evite la molestia” Cfr. Plotino. Enéadas, I 8, 15-13.

[3]Cfr. San Agustín. Civ. Dei, XIV, VIII, 1: cfr. Además nota 27, p.972.

[4]Velásquez ve que la oposición  de San Agustín respecto a las afecciones  se situa en el marco de su propia experiencia  pasional, que es la de un alma que lucha por pasar de una inquietud inicial a la quietud del hallazgo de una verdad, Dios, que tiene el poder de reagrupar los afectos espirituales de una unidad y rumbo definitivos. Cfr. Velásquez, O.(2005)
5 Heidegger destaca la distinción entre el estar “dispuesto” de los afectos y el ser experimentados como tales: “Los movimientos del ánimo,… los tomo de la conciencia misma; de ahí deriva el que estén a mi disposición… Y cuando los tengo así, yo mismo no me siento perturbado, perturbatus, por su estar presentes a mí. Heidegger. M. (1997a), p.57.
[6]Heidegger se refiere a la disposición afectiva como un originario modo de ser del Dasein, por el cual éste siempre se encuentra en un estado afectivo o esta anímicamente templado, puesto que forma parte de su estructura existencial el poder ser afectado por los entes del mundo. Cfr. Heidegger. M. (1997b).#29,pp.158.ss.
[7]Cfr. San Agustín. Civ. Dei, XIV, VII. 2.

[8]Cfr. Arendt. H. (2001).p.26.
[9]Cfr. San Agustín. Civ. Dei.XIV, IX, 3; XIV, VIII, 3.
[10]En la primera época de su obra, San Agustín tiende a definir la virtud y la felicidad como vida según la recta razón: cuando la razón domina todas las estas concupiscencias del alma, entonces es cuando se dice que el hombre está perfectamente ordenado. (San Agustín, De lib. arb. I, VIII, 18); ¿qué es vivir felizmente,sino vivir conforme a lo mejorque hay en el hombre…aquella porcióndel ánimo a cuyodominio conviene que se someta todos las demás…que puede llamarse mente o razón? (San Agustín, Con.Acad,.I, II, 5). Aunque esta referencia a la razón no desaparece, posteriormente prevalece sobre ella la idea del orden del amor y del vivir según Dios. Cfr. San Agustín, Retr,.I, 1, 1; cfr. además Álvarez T,. S. (1998), pp. 355 ss.

[11]Cfr. San Agustín, De lib. Arb., I, IV, 9. Mientras “tiende hacia” algo, el deseo desatiende u olvida otros objetos, del mismo modo que la voluntad al elegir un objeto de amor lo privilegia ante otros.
[12]Arendt caracteriza la existencia humana según San Agustín como anhelo (appetitus).Cfr,.Arendt, H. (2001). p. 25.
[13]Ello revela una tensión hacia la existencia, un deseo de ser, vivir, perdurar. Esta es la razón, dice Agustín por la que el amor a sí mismo no necesitó de precepción pues estaba dado originariamente; el ser humano goza con existir.

[14] Cfr. San Agustín, Civ. Dei, XIV, VI.
[15]Sciacca prefiere considerar la memoria como el contenido de la mente, no como una facultad: “Dos son para Agustín, las facultades propias de la mente: la inteligencia y la voluntad. La memoria es el lugar de donde ambas proceden; como tal, es el contenido de la mente, de la que no se distingue”. Cfr, Sciacca, M. F., (1995), p. 427.
16 Ello se muestra en el estado de vacilación existencial por el cual, aun habiendo alcanzado la certeza del bien que se ha de buscar, el ser humano carece aún de una voluntad firme para dirigirse a él: ni lo que deseaba era estar más cierto de ti, sino más estable en ti (San Agustín. Conf., VIII, I, 1).
[17]Cfr. San Agustín, De Trin., XV, XXI, 41; cfr. además Arendt, H. (2001). P.108.

[18]Cfr. San Agustín, De Trin., XI, VI, 10; XII, XII, 17. La felicidad eterna es el reposo del anhelo, para una voluntad que tendrá lo que ama y no deseará lo que no tiene (San Agustín, De Trin., XIII, VII, 10).
[19]Arendt lo expresa así: “Dado que el hombre no es autosuficiente y que en consecuencia desea siempre algo externo a él, la cuestión de quién sea cada hombre sólo es resoluble por medio del objeto de su deseo, y no, como pensaron los estoicos, por la supresión del propio impulso desiderativo… Quien no ama ni desea en absoluto, es en rigor nadie”. (Arendt, H. 2001, p. 36).

[20]A juicio de Agustín, la clave de compresión del ser humano y de la historia de la humanidad es el amor, “padre de la historia”, pues por él  son movidos los seres humanos en busca de bienestar, paz o felicidad. Cfr. San Agustín, Civ. Dei... introducción de V. Capánaga, p. 24.

[21]Ello muestra que, pese a la importancia de la voluntad en nuestro autor, no hay en él un voluntarismo, pues el amor está sujeto al orden que puede ser conocido por el entendimiento y que, en definitiva, proviene de Dios.

[22]Cfr. San Agustín, Civ. Dei, IV, XXIII, I; Conf., XIII, VII, 8.
[23]Cfr. San Agustín, De lib. arb., I, XVI, 34.

[24]Agustín aclara con insistencia que el mal no está en la posesión de bienes, sino en la pasión por las riquezas, en amarlas, en la codicia. Cfr. San Agustín, Civ. Dei, I, X, 2, 3.
[25]Cfr.  San Agustin, De Trin., VIII, X, 14; De div. Quaest. 83, 35

[26] Cfr.  San Agustin, De Trin., IX, IV, 4.
[27]Cfr.  San Agustin, Doctr, christ., I, XXV,26.

[28] Cfr. Álvarez T.S (1988), p.350. Un ejemplo lo constituye  la interpretación que hace Hannah Arendt, en torno a la pregunta por la relevancia del otro en el pensamiento agustiniano. Según esta autor el amor al prójimo es crucial para Agustín, pues uno de los principales mandamientos del cristianismo. Pero para amar  a Dios, que es lo primero, el hombre ha tenido que renunciar a sí  mismo y a las relaciones mundanas: esto es una situación de “aislamiento”, como  un ser ante Dios, en un mundo que ha hecho un desierto, lo cual hace problemático la idea de un prójimo, esto es, alguien que tiene un vínculo con nosotros.  Según esta autora que Agustín hable de  amar al otro en Dios, significa que, en definitiva “no es el prójimo a quien se ama en el amor al prójimo: es el amor mismo. Y con ello se suprime la relevancia del prójimo como prójimo y el individuo permanece en su aislamiento”. (Arend, H. 2001, pp.16; 128-129).
[29]Cfr. San Agustín, Doctr. christ., I, XXV,39
30 Agustín da el ejemplo de un hombre santo que, si ve a algún un hombre fatigado y deseoso de detenerse en él, pueda confortarlo con el caudal de amor que ha recibido pero obligándole de continuar el camino hacía el Bien, donde gozarán juntos de éste.
[31]Cfr. San Agustín, Doctr. christ.,I, XXXII,35.
[32]Cfr. San Agustín, Doctr. Christ., I, XXII,20-21; I, XXXIII, 36-37.
[33]En cuanto  a la relacion de hombre con las restantes criaturas y cosas, dice Agustín  que no ha de ser del tipo  del amor y gozo (frui), sino más bien del uti, es decir,  ser buscadas  como medios para los fines  o bienes que pueden ser objeto de gozo.

[34]Cfr. San Agustín, De Trin., VIII, VI,9; Doctr, christ., I, XXXIX, 30.
35 Agustín se detiene a reflexionar sobre esta  igualdad, advirtiendo que cuando no se puede auxiliar a todos, se ha de mirar ante todo por el bien de aquellos que conforme a las circunstancias  se hallan más unidos a uno mismo; además. Sobre el amor a los enemigos, el cual es posible porque no existe el temor a que puedan quitarnos el bien que amamos. Cfr. San Agustín, Doctr. christ., I, XXVIII, 29; I, XXIX, 30.
[36]A ello alude Agustín al considerar la unión entre la contemplación de Dios y el amor al prójimo: es importante no perder de vista qué nos exige el amor a la verdad mantener, y qué sacrificar la urgencia de la caridad. No debe uno, por ejemplo, estar tan libre de ocupaciones que no piense en medio de su mismo ocio en la utilidad del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la contemplación de Dios. (San Agustín, Civ. Dei, XIX, XIX).

[37]  Como bien ha señalado Arendt, caritas no puede ser sólo deseo y anhelo, sino que requiere un nuevo concepto de amor, un nuevo contexto de compresión; cuestión distinta es si deja alguna vez de ser un tipo de anhelo. Cfr. Arendt, H. (2001), p. 66.

[38]  Vemos que San Agustín descubre los objetos de caritas es referencia a su proximidad o íntima cercanía a la interioridad humana: Dios, sí mismo y el prójimo. 

[39] Esto es, el estado de “sin cuidado”, “despreocupado” (sine cura, se-curitas). (Giannini, H. 1971, p. 31). Es necesario considerar que, para Agustín, el gozo en Dios será perfecto y pleno sólo en la vida eterna, viviéndose en el tiempo presente su anticipación como fruto de la acción conjunta de la gracia divina y la voluntad humana en combate espiritual.

[40] Propio de caritas es darse y darse allí donde es mayor la penuria y miseria: es misericordia  
[41] En este sentido, Agustín distingue entre lo que hace la caridad en provecho propio (utilidad) y en provecho de otro (beneficencia); la utilidad precede a la beneficencia.

[42]Cfr. San Agustín, De great. Christi. I, XIX. 20.

[43]Para Agustín, siguiendo la teología paulina, caritas  es un don recibido de la gracia divina, derramado por el Espíritu Santo en el alma, por el cual ésta es impulsada al amor de Dios y al amor al prójimo. Sólo Dios-Amor, el Espíritu Santo, dado al hombre, puede inflamarle en ese amor: no puede el hombre amar a Dios si no es por Dios (San Agustín, De Trin., XV, XVII, 31). Es el don más excelente, imprescindible para conducir al hombre a su fin. Cfr. San Agustín, De Trin., XV, XVIII, 32; Spir. et Litt., III, V: Obras. Vol. VI. introducción de V. Capánaga, p. 63.

[44]Cfr. Además San Agustín, Doctr. christ., III, X, 16.

45 El tratamiento que hace Agustín de la amistad, que fue una experiencia importante en su vida, es muy fe- cunda para una meditación sobre ella: aunque los amigos puedan estar distanciados físicamente, no parece puedan estarlo en el alma, en cuanto amigos (San Agustín, De Trin., IX, IV, 6).
[46]Cir. San Agustín, Juan, XIV, XIV, 20

[47]Para San Agustín y la concepción cristiana, el hombre redimido representa a toda la humanidad después de la rendición salvadora, realizada ya por medio del sacrificio de Jesucristo.

[48]El mismo reconocer y confesar ante Dios es un acto de amor: por amor de tu amor hago esto, recorriendo  con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos (San Agustín, Conf., II, I, I).
[49]Cfr. MacIntyre. A. (1987), p. 26

[50]La “tensión hacia” abre los objetos del mundo como lo que atrae y provoca deseo, en cuanto a su carácter de “bienes”, en una perspectiva anticipadora de la scheleriana. “La vida cotidiana es más que solo coexistencia neutral; es un sentirse atraído, comprometido, reclamado por propuestas, estímulos o ideales que vienen a nuestro encuentro y nos invitan a reconocerlos y a responder a su llamada”. (Goma.F.2000 p. 297).
[51]Cir. Cuesta, S. (1954).p.356.
[52]En esta fenomenología agustina, es interesante considerar que forma parte de la estructura del deseo y del amor, al mismo tiempo que tender hacia algo, el dejar algo. Así, el desasimiento, el dejar o el olvido, no proviene de una suerte de actitud ascética de cierta clase de amor o deseo, sino de la forma propia de todo amor Cfr. Arendt. H. (2001), p.48.

[53]La voluntad actúa para que el sentido se aplique al cuerpo visible, la memoria al sentido y la mirada interior del pensamiento a la memoria. La voluntad une estas cosas, por ejemplo, como lazo unitivo entre una imagen corpórea que esta en la memoria y la visión del pensamiento, también puede dividirlas; apartar el sentido corpóreo para dejar de recibir sus impresiones; apartar la memoria del sentido, cuando atenta a otra cosa no le permite adherirse a lo que tiene presente: querer apartar la mirada del recuerdo de la memoria equivale a no pensar. Esto nos indica que la mente no es esclava ni de lo presente ni de los recuerdos. Cfr. San Agustín. De Trin., XV. VIII, 15.
[54]Al respecto, es de interés un diálogo con las reflexiones de Rorty acerca de la problemática actual de la defensa de la dignidad humana, que a su juicio no pasa tanto por la fundamentación racional de principios, sino por la tarea más efectiva de la educación de los sentimientos, que permitan ver al otro como un “próximo” como “uno de nosotros”. Cfr. Rorty. R. (1998). pp. 117 ss.

[55]Cfr. San Agustín. De Trin., IX. VII. 12.

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