DESCARGAR; CLICK EN EL ICONO VERDE
Blas
pascal
“pensamientos
y otros escritos”
ll. DE COMO ES MAS VENTAJOSO
CREER LO QUE ENSEÑA LA RELIGION CRISTIANA.1
1.- INFINITO. NADA. Nuestra
alma es arrojada al cuerpo, en el que ella encuentra número, tiempo, dimensión.
Razona sobre esto, y llama a esto naturaleza, necesidad y no puede
creer en otra cosa.La unidad añadida a lo infinito, no le aumenta en nada, no
más que un pie añadido a una medida infinita, y se convierte en pura nada. Así
nuestro espíritu ante Dios. Así nuestra justicia ante la justicia divina.
No hay tanta desproporción entre nuestra justicia y la de Dios como
entre la unidad y lo infinito.
Es preciso que la justicia de Dios sea enorme, como su misericordia; y
la justicia respecto de los réprobos es menos enorme y debe chocar menos que la
misericordia respecto de los elegidos.
Nosotros conocemos que hay un infinito, e ignoramos su naturaleza, como
sabemos que es falso que los números sean finitos; hay, pues, en verdad, un
infinito en número, pero nosotros ignoramos lo que sea. Es falso que sea par y
es falso que sea impar; porque, añadiéndole una unidad, no cambia de
naturaleza; sin embargo , es un número, y todo número es par o impar; verdad es
que esto se entiende de todos los números infinitos.Así mismo puede conocerse,
pues, la existencia y la naturaleza de lo finito, porque somos finitos y
extensos como él. Nosotros conocemos la
existencia de lo infinito, pero ignoramos su naturaleza, porque tiene extensión
como nosotros, pero no limites como nosotros; pero no conocemos ni la
existencia ni la naturaleza de Dios, porque Dios no tiene extensión ni límites.
Mas por la fe conocemos su existencia; por la gloria conocemos su naturaleza. Y
yo he demostrado ya que no se puede conocer bien la existencia de una cosa sin
conocer su naturaleza. Hablemos ahora según las luces naturales. Si hay Dios,
es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni parte ni limites,
no tiene ninguna relación con nosotros; somos, pues, incapaces de conocer como
es, ni si es. Siendo así ¿Quién se atreverá a proponerse
resolver esta cuestión? No nosotros, que carecemos de relación con él. ¿Quién
censura, pues, a los cristianos si no pueden darnos la razón de su creencia,
cuando lo que ellos profesan es precisamente una religión que no puede dar
razón? Ellos declaran al exponerla al mundo que es un necedad, stultitiam. ¡Y después os quejáis de que
no la justifiquen! Si la justificasen lo cumplirían su palabra; es justamente
con esta falta de pruebas con lo que evitan estar faltos de sentido. Si: pero
téngase en cuenta que, si esto excusa a los que le ofrecen tal como es, y les
salva de ser censurados, esto no excusa a aquellos que la reciben. Examinemos,
pues, este punto, y digamos: Dios existe o no existe. ¿A qué respuesta nos
inclinaremos? La razón nada puede decidir en esto. Hay un caos infinito que nos
separa. Un juego se está jugando a tal infinita distancia; saldrá cara o cruz. ¿Por
lo cual apostaréis la razón nada os dice; por la razón ninguna de las dos
soluciones puede ser defendida. No censuraréis, pues, por equivocados, a
aquellos que han realizado su elección; porque vosotros no sabéis nada. No;
pero yo les censuro no por lo que han escogido, sino por haber hecho una
elección; porque aunque tanto el que dice cara como el que dice cruz estén en
falta equivalente, los dos están en falta: lo razonable es no apostar. Sí, pero
es fuerza apostar; esto no es voluntario y estáis embarcados; no apostar que
hay Dios es apostar que no hay Dios. ¿Qué partido tomaréis, pues? Veamos,
puesto que es fuerza escoger, veamos qué es lo que nos interesa menos: tenéis
dos cosas que perder, la verdad y el bien y dos cosas que dar en prenda,
vuestra razón y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra beatitud; y
vuestra naturaleza tiene que temer dos cosas: el error y la miseria. Vuestra
razón no es ni más ni menos lastimada, puesto que es necesario escoger,
escogiendo la una más bien que la otra cosa. He aquí un punto dilucidado; pero
¿y vuestra bienaventuranza? Pesemos la ganancia y la perdida, tomando cruz, es
decir apostando que Dios existe. Estimemos los dos casos posibles. Si ganáis,
lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad pues que existe, sin
vacilar… esto es admirable; si, fuerza es apostar; pero apuesta tal vez
demasiado. Veámoslo. Puesto que existe un tal azar de ganancia y perdida,
aunque no pudieseis ganar, sino dos vidas oír una sola, ya deberíais apostar.
Pero si fuesen tres las vidas que pudiesen ganarse, fuerza sería jugar (puesto
que estáis en la necesidad de jugar) y seríais imprudente, estando ya en la
necesidad de jugar, si no arriesgaseis vuestra vida para ganar tres en el juego
en que se da semejante azarde ganancia y pérdida. Pero si se trata de una
eternidad de vida y ventura, y, siendo así, aunque hubiera una infinidad de
muertes posibles, una sola de las cuales pudiese ser la vuestra, aún tendríais
razón de apostar uno para ganar dos, y obraríais con mal sentido si, obligado
como estáis a jugar, rehusaseis jugar una vida contra tres en un juego en que
hay una muerte para vos, y esta muerte ganada vale por una vida infinitamente
dichosa. Pero hay aquí una infinidad de vida infinitamente dichosa que se puede
ganar, una muerte de ganancia contra un número finito de azares de pérdida, y
lo que jugáis es finito. Esto es cualquier partida.[1] En todo aquello en que
existe el infinito, y en que no es infinito el número de azares de pérdida
contra el de ganancia, no hay que dudar, debe darse todo; y así, cuando es
fuerza jugar, es fuerza renunciar a la razón para conservar la vida, mejor que
arriesgar ésta, para la ganancia infinita, tan pronta a llegar como la pérdida
y la ganancia.
Porque de nada sirve decir que la ganancia es cosa incierta y que lo que se arriesga es cierto; y que la infinita distancia que separa la certidumbre de lo que se expone de la incertidumbre de lo que se ganará iguala al bien finito que se expone ciertamente al infinito que es incierto. Esto no es así: todo jugador arriesga con certidumbre para ganar con incertidumbre; y, sin embargo, arriesga lo finito, para ganar lo también finito, sin pecar contra la razón. No hay una infinita distancia entre esta certidumbre que se expone y la incertidumbre de la ganancia; esto es falso. Hay en verdad un infinito entre la certidumbre de ganar y la certidumbre de perder. Pero la incertidumbre de ganar es proporcionada a la certidumbre de lo que se arriesga, según la proporción de los riesgos de ganancia y pérdida; y de aquí viene que, si hay tantos riesgos de un lado como de otro, la partida debe jugarse igual contra igual; y entonces la certidumbre de lo que se expone es igual a la certidumbre de la ganancia. Y así nuestra proporción tiene una fuerza infinita, cuando se trata de arriesgar lo infinito en un juego en que hay iguales posibilidades de ganar y de perder, y en que lo que se gana es el infinito. Esto es demostrativo; y si los hombres son capaces de algunas verdades, ésta figura en el número de ellas.
Lo confieso, lo reconozco. Pero, aún quisiera saber: ¿no hay manera de ver el juego? Sí, la Escritura, y lo demás, etc.
Sí; pero yo tengo las manos ligadas y la boca muda; me fuerzan a apostar y no estoy en libertad; no me sueltan y estoy hecho de tal manera que no puedo creer. ¿Qué queréis que haga?
Es verdad. Pero comprobad al menos este hecho de vuestra impotencia de creer, ya que la razón os llevaría a creer, y, sin embargo, no lo lográis; trabajad, pues, no en convenceros por el aumento de las pruebas de la existencia de dios, sino por la disminución de vuestras pasiones. Queréis ir a la fe y no conocéis el camino de ello: queréis curaros de infidelidad y pedís los remedios: aprended de los que han estado ligados como vosotros y que ahora apuestan toda su fortuna: son gente que conocen el camino que queréis seguir, y que han curado el mal del que queréis curar. Seguir la manera como ellos han comenzado; el medio ha consistido en hacerlo todo como si se creyeran, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc. Naturalmente esto mismo os hará creer y os embrutecerá.1 ¡Esto es lo que yo temo! ¿Y por qué? ¿Qué podéis perder?
Porque de nada sirve decir que la ganancia es cosa incierta y que lo que se arriesga es cierto; y que la infinita distancia que separa la certidumbre de lo que se expone de la incertidumbre de lo que se ganará iguala al bien finito que se expone ciertamente al infinito que es incierto. Esto no es así: todo jugador arriesga con certidumbre para ganar con incertidumbre; y, sin embargo, arriesga lo finito, para ganar lo también finito, sin pecar contra la razón. No hay una infinita distancia entre esta certidumbre que se expone y la incertidumbre de la ganancia; esto es falso. Hay en verdad un infinito entre la certidumbre de ganar y la certidumbre de perder. Pero la incertidumbre de ganar es proporcionada a la certidumbre de lo que se arriesga, según la proporción de los riesgos de ganancia y pérdida; y de aquí viene que, si hay tantos riesgos de un lado como de otro, la partida debe jugarse igual contra igual; y entonces la certidumbre de lo que se expone es igual a la certidumbre de la ganancia. Y así nuestra proporción tiene una fuerza infinita, cuando se trata de arriesgar lo infinito en un juego en que hay iguales posibilidades de ganar y de perder, y en que lo que se gana es el infinito. Esto es demostrativo; y si los hombres son capaces de algunas verdades, ésta figura en el número de ellas.
Lo confieso, lo reconozco. Pero, aún quisiera saber: ¿no hay manera de ver el juego? Sí, la Escritura, y lo demás, etc.
Sí; pero yo tengo las manos ligadas y la boca muda; me fuerzan a apostar y no estoy en libertad; no me sueltan y estoy hecho de tal manera que no puedo creer. ¿Qué queréis que haga?
Es verdad. Pero comprobad al menos este hecho de vuestra impotencia de creer, ya que la razón os llevaría a creer, y, sin embargo, no lo lográis; trabajad, pues, no en convenceros por el aumento de las pruebas de la existencia de dios, sino por la disminución de vuestras pasiones. Queréis ir a la fe y no conocéis el camino de ello: queréis curaros de infidelidad y pedís los remedios: aprended de los que han estado ligados como vosotros y que ahora apuestan toda su fortuna: son gente que conocen el camino que queréis seguir, y que han curado el mal del que queréis curar. Seguir la manera como ellos han comenzado; el medio ha consistido en hacerlo todo como si se creyeran, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc. Naturalmente esto mismo os hará creer y os embrutecerá.1 ¡Esto es lo que yo temo! ¿Y por qué? ¿Qué podéis perder?
XVIII. GRANDEZA DEL
HOMBRE
1.
Censuro
yo igualmente a los que toman el partido de elogiar al hombre que a los que
toman el partido de censurarle, que a los que toman el de divertirle; y no
puedo aprobar sino aquellos que buscan entre gemidos. Los estoicos dicen:
Entrad en vosotros mismos: en ello encontrareis el reposo; pero esto no es
verdad. Otros dicen: echaos fuera y buscad la felicidad divirtiéndoos; y esto
no es verdad. Las enfermedades sobrevienen; la felicidad no está ni en nosotros
ni fuera de nosotros; esta en Dios y fuera y dentro de nosotros.
2.
La
naturaleza del hombre se considera de dos maneras: una, según su fin, y
entonces es grande e incomprensible; otra, según la multiplicidad, como se
juzgue la naturaleza del caballo, y es un objeto abyecto y vil. He aquí las dos
vías que hacen juzgar diversamente, y que tanto mueve a los filósofos a
disputa: porque niega el uno lo que supone el otro. El uno dice: no es cierto
que haya nacido para aquel fin, porque todas sus acciones repugnan a él; el
otro dice: El hombre se aleja de su fin, cuando comete tales acciones bajas.
3.
Tan
alta idea tenemos del alma del hombre que no podemos sufrir un menosprecio de
ella, y el que nos falte la estima de un alma.
Toda la felicidad de los hombres consiste en
la estima.
La mayor bajeza del hombre es la rebusca de
la gloria, pero esto mismo es el mayor signo de su excelencia; porque, sea
cualquiera la riqueza que posea el hombre en la tierra, sea cual fuere la salud
y comodidad esencial que haya, no está satisfecho si no se encuentra en la
estima de los hombres. Juzga tan grande la razón del hombre que, aunque posea
cualquier otra ventaja sobre la tierra, si no está colocado ventajosamente en
la razón del hombre, no está contento. He aquí la mejor colocación del mundo;
nada puede distraerle de tal deseo; y esta es la verdad, la casualidad más
persistente el corazón humano. Y los que más desprecian a los hombres, y los que les igualan a las bestias, muestran
no obstante gran interés en ser admirados y creídos, con lo que contradicen su
propia opinión: se naturaleza, que es más fuerte que todo, los convence de la
grandeza del hombre más fuertemente de lo que la razón puede convencerles de la
bajeza humana.
4.
Aunque
conozcamos todas las miserias que nos tocan, que nos aprietan el cuello,
tenemos un instinto que no podemos reprimir, que nos eleva.
5.
La grandeza del hombre es tan visible que la encontramos en su misma miseria.
Porque lo que es naturaleza en los animales lo llamamos miseria en el hombre;
con lo que reconocemos que, puesto que su naturaleza es hoy semejante a la de
los animales, aquel es un caído de la
naturaleza mejor que la era propia en otro tiempo.
Porque,
¿Quién se considera desdichado de no ser rey sino un rey destronado? ¿Se decía
que Pablo Emilio fuera desdichado con no ser ya cónsul? Al contrario, todo el
mundo juzgaba dichoso de haberlo sido, porque su condición no era de continuar
siéndolo siempre. Pero si se juzgaba a Perseo tan desdichado con no ser ya rey,
es porque su condición era la de ser rey siempre; y así se juzgaba extraño que
pudiese soportar la vida. ¿Quién se juzga desdichado con no tener más que una
boca? ¿Quién no se encontraría desdichado de no tener más que un ojo? A nadie
se le ha ocurrido jamás afligirse por no tener tres ojos; pero es caso de
desconsolación no tener ninguno.
6.
No se es miserable, si se carece de sentimiento. Una casa arruinada, no lo es.
Solo el hombre es miserable. Ego vir
videns.
7.
La grandeza del hombre es grande, porque el hombre conoce su miseria. Un árbol
no conoce su miseria. Es, pues, ser miserable el hecho de sentirse miserable;
pero es ser grande, el hecho de conocer que se es miserable.
Tales
miserias no provienen, sino de la grandeza misma. Son miserias de gran señor,
de rey desposeído.
8.
Pudiendo ser deducida la miseria de la grandeza, y la grandeza de la miseria; los unos han deducido la miseria
tanto más cuanto que han tomado la grandeza por testimonio; y los otros han
deducido la grandeza, con tanta más fuerza cuanto que la han deducido de la
miseria misma; y así todo lo que los unos han podido deducir para mostrar la
grandeza ha servido de argumento a los otros para concluir la miseria; pues se
es mucho más miserable cuando se ha caído de más alto; y los otros, al
contrario. Y se han enlazado los unos con los otros en un círculo sin fin;
siendo cierto que, en la medida en que los hombres tienen, encuentran grandeza
y miseria en el hombre. En una palabra, el hombre conoce que es miserable. Es,
pues, miserable, puesto que lo es; pero es bien grande, puesto que lo conoce.
9. Yo puedo concebir un hombre sin manos, pies,
cabeza, porque solo la experiencia puede enseñarnos que la cabeza es más
necesaria que los pies; pero no puedo concebí un hombre sin pensamiento: seria
una piedra o un bruto.
Es,
pues, el pensamiento, lo que hace el ser del hombre, sin lo cual no puede ser
concebido. ¿Qué es lo que siente placer en nosotros? ¿La mano? ¿El brazo? ¿La
carne? ¿La sangre? Véase como es preciso que sea algo inmaterial.
10. No en el espacio
debo yo buscar mi dignidad, sino en el arreglo de mi entendimiento. Ni en más
ni en menos lo arreglare, si poseo tierra. Por el espacio el universo me
comprende y me contiene, como un punto; por el entendimiento yo lo comprendo a
él.
11. El hombre no es
más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa. No
es necesario que el universo entero se arme para aplastarle. Un vapor, una gota
de agua son bastante para hacerle perecer. Pero, aun cuando el universo le
aplaste, el hombre seria más noble que lo que le mata, porque él sabe que
muere. Y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce.
Toda nuestra dignidad
consiste, pues, en el pensamiento. Esto es lo que puede ensalzarnos, no el
espacio y la duración que nosotros no podríamos llenar. Esforcémonos, por consiguiente,
en bien pensar: he aquí el principio de la moral.
12. El hombre está
visiblemente construido para pensar: esta es toda su dignidad; y todo su
merito, y todo su deber consiste en pensar como es debido; y el orden del
pensamiento en empezar por sí mismo, y por su autor y su fin.
Pero ¿En qué piensan las gentes? Jamás en
esto; sino en danzar, tocar el laúd, cantar, hacer versos, correr sortijas,
etc., construir seres, hacerse rey, sin pensar en qué consiste ser el rey y ser
hombre.
13. Toda la dignidad
del hombre está en el pensamiento.
El pensamiento es,
pues, una cosa admirable e incomparable por naturaleza. Bien extraño defecto
necesita para ser despreciable. Pero tales son los suyos, que nada es más
ridículo que ella. ¡Qué grande es ella por su naturaleza! ¡Qué pequeña es por
sus defectos!
14. Cosa peligrosa es
hacer ver con exceso al hombre como es semejante a las bestias, sin mostrarle
su grandeza a la vez. Pero aun es más peligroso hacer ver demasiado su grandeza
sin su bajeza. Y aun lo es más dejarle ignorar lo uno y lo otro.
No es bueno que el
hombre se crea igual a las bestias, no (que crea que es igual) a los ángeles,
ni que ignore lo uno y lo otro; sino que sepa lo uno y lo otro.
15. Y ahora que el
hombre sepa su precio. Que se ame, porque hay en el una naturaleza capaz del
bien; pero que no ame por esta la bajeza que en él está. Que se desprecie por
esto su capacidad natural. Que se odie, que se ame; tiene en sí la capacidad de
conocer la verdad y de ser dichoso; pero no posee una verdad constante o que
satisfaga.
Yo querría, pues,
llevar al hombre a que desee encontrar su verdad así, y a estar pronto y
desnudo de pasiones, para seguirla doquiera que la encuentre; mas, sabiendo
como su conocimiento está oscurecido por las pasiones, yo quisiera que él
odiase en sí la concupiscencia, que tanto le mueve, a fin de que ésta no le
cegara al hacer la elección, ni le detuviese, una vez la elección ya hecha.
16. A medida que se
posee más luz, más se descubre la grandeza y la bajeza del hombre.
El común de los
hombres: los más elevados.
Los filósofos:
asombran los filósofos.
¿Quién se asombrará,
pues, de ver que la religión no hace sino reconocer a fondo aquello que se
reconoce tanto más cuanta más luz se tiene?
17. Siento que yo
puedo no haber sido; porque el yo consiente en mi pensamiento. Por tanto, yo
pienso que no habría sido si mi madre hubiese sido muerta antes de que yo fuese
animado; por consiguiente, yo no soy un ser necesario. Yo no soy tampoco ni
eterno, ni infinito; pero bien veo que hay en la naturaleza un ser necesario,
eterno e infinito.
XIX.
VANIDAD DEL HOMBRE
1.- VANIDAD.
(Nosotros no nos contentamos de la vida que tenemos en nosotros y en nuestro
propio ser; queremos vivir en la mente de los una vida imaginaria, y nos
esforzamos por esto en ostentar apariencias. Trabajamos incesantemente en
embellecer y conservar este ser imaginario y descuidamos lo verdadero; y si
poseemos la tranquilidad y la generosidad o la fidelidad, nos apresuramos a
darlo a conocer, a fin de decorar con virtudes este ser imaginario; y aun
preferiríamos separarlas de nosotros para dárselas a él; y de buena gana
seríamos cobardes para adquirir la reputación de ser valientes. ¡Grande signo
de la nada de nuestro propio ser, no darse por satisfecho de lo uno sin lo
otro, y renunciar frecuentemente a lo que uno por lo otro! Que aquel que no muriese
para conservar su honor, seria infame.)
La dulzura de la gloria es tan grande que, sea
lo que fuere lo que ella acompañe, aun, a la muerte, se la ama.
2. El orgullo
contrapesa todas las miserias. O las oculta, o, si las descubre, se gloria de
conocerlas. También naturalmente nos posee de orgullo, en medio de nuestras
miserias, de nuestros errores, etc., que llegamos a perder la vida con gusto
mientras se habla de ello.
3. La vanidad está
tan anclada en el corazón del hombre que un soldado, un guapo, un cocinero, un
faquín, se alaban y se quieren tener admiradores; y también los filósofos
quieren eso. Y los que escriben contra (la gloria) quieren tener la gloria de
haber escrito bien, y los que leen quieren tener la gloria de haber leído, y yo
que escribo eso, tengo tal vez un tal deseo, y tal vez los que lo leerán… (Lo
tendrán también).
4. Somos tan
presumidos, que querríamos ser conocidos en toda la tierra, y aun por las
gentes que vendrán cuando ya no existamos; y somos tan vanos que la estima de cinco
o seis personas que nos rodean nos regocija y nos contenta.
5. Curiosidad no es
más que vanidad. La mayor parte de las veces, no se quiere saber algo, sino
para hablar de ello. Sin esto nadie viajaría por mar, si no pudiese contarlo y
por el solo placer de verlo, sin esperanza de comunicarlo jamás.
XXI.
MISERIA DEL HOMBRE
(Nada puede hacernos
entrar en la miseria de los hombres tanto como considerar la causa verdadera de
la perpetua agitación en que pasan la vida.
El alma es arrojada
al cuerpo, para residir en él durante poco tiempo. Ella sabe que esto no es más
que un tránsito para el viaje eterno, y que tiene el poco tiempo que dura la
vida para prepararse a este. Del poco tiempo aun las necesidades de la vida le
toman una buena parte. Le queda poquísimo de que disponer. Pero este poquísimo
que le queda le incomoda tanto y le embaraza tan extrañamente, que aquella no
piensa sino en perderlo. Es para ella una pena insoportable estar obligada a
vivir a solas y pensar en sí misma. Así lo que procura es olvidarse de sí, y
dejar de volar este tiempo tan corto y tan precioso sin reflexionar, ocupándose
en cosas que le impidan pensar en su fin.
Este es el origen de
todas las ocupaciones tumultuarias de los hombres, y de todo aquello que se
llama diversión o pasatiempo, porque el objeto de estas cosas es, en efecto,
pasar el tiempo sin sentirlo, o mejor, sin sentirse uno mismo, y evitar,
perdiendo una parte de la vida, la amargura y disgusto interior que
acompañarían necesariamente la atención que uno consagraría así mismo durante
este tiempo. El alma no encuentra nada en si misma que la contente; no ve nada
que no le aflija cuando piensa en ello. Lo que la obliga a esparcirse en lo
exterior, buscando, por su aplicación a las cosas exteriores, la manera de perder
el recuerdo de su estado verdadero. Su gozo consiste en el olvido, y basta para
serle desdichada, obligarle a estar a solas consigo misma.)
1. Encargarse a los
hombres, desde su infancia, del cuidado de su bien, de su honor, y aun del bien
y del honor de sus amigos. Les abruman con ocupaciones, con el aprendizaje de
las lenguas y de las ciencias y se les da a entender que no podrán ser dichosos
sin que su salud, su honor, su fortuna, y la de sus amigos estén en buen
estado, y que una sola cosa de estas que les falte les hará desgraciados. Así
se les dan cargas y negocios que les hace fatigarse desde que apunta el día.
¡Extraña manera de hacerles dichosos, diréis!
¿Qué mejor podría hacerse para convertirles en desgraciados? ¡Cómo! ¿Qué
podría hacerse mejor, decís? Se podría quitarles todos esos cuidados: con lo
que se vería si pensarían en lo que son y de donde vienen, y a donde van… Así es que nunca se les ocupara ni se les
apartara demasiado. Por eso vemos que, si después de tantos negocios, les queda
algún tiempo de descanso, lo que se les aconseja es que se diviertan, que
jueguen y que se ocupen siempre por completo.
2. Cuando a veces me
eh puesto a considerar las diversas agitaciones de los hombres, y los peligros
y las penas a que se exponen, en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas
querellas, tantas pasiones, tantas empresas atrevidas y, a menudo, funestas, he
dicho muchas veces que la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: de
no saberse estar quietos en su cuarto. Un hombre que tiene lo bastante para
vivir, si supiese permanecer en casa con gusto, no saldría de ella para
navegar, o para sitiar una plaza. No se compraría tan caro un cargo en el
ejército si no fuera porque encuentra insoportable no moverse del lugar, y no
se busca la conversación y los juegos, sino porque es imposible permanecer en
casa con gusto.
Pero cuando eh
observado más de cerca tales cosas, y, después de haber encontrado en ellas la
causa de todas nuestras desdichas, he querido buscar su razón, eh encontrado una
bien efectiva, que consiste en la natural desgracia de nuestra condición débil
y mortal, y tan miserable, que nada puede consolarnos, cuando lo consideramos
de cerca.
Imagínese la
condición que se quiera, si se juntan todos los bienes que pueden pertenecernos,
la realeza es la mejor colocación del mundo y sin embargo, aunque nos figuremos
un rey en el seno de todas las posibles satisfacciones, si este rey carece de
diversiones y se ve en el caso de considerar y reflexionar sobre lo que él es,
esa felicidad languidecerá y ya no podrá sostenerle; le vendrá enseguida la
idea de que le amenazan posibles revueltas, y que de todas suerte, la muerte y
las enfermedades son inevitable; de suerte que si esta sin lo que se llama
diversión hele aquí desgraciado, y más desgraciado que el ultimo de sus
súbditos que juega y que se divierte.
¿La dignidad real no
es bastante grande en si misma para ser dichoso al que la posee con la sola
vista de lo que es? ¿Le será aun fuerza al rey distraerle de este pensamiento,
como el común de los mortales? Bien veo que para ser dichoso a un hombre hay
que apartar su vista de las miserias domesticas y llenar todo su pensamiento
del cuidado de bailar bien. Pero, ¿acontecerá lo ultimo con un rey, y será el
más feliz cuidando de estas vanas diversiones que en la consideración de su
propia grandeza? ¿Qué objetivo puede proponerse a su espíritu que le satisfaga
más? ¿No será prestar un flaco servicio a su placer, ocupa su alma en el
pensamiento de ajustar sus pasos a la cadencia de un aire, o de colocar
distraídamente un bolo, en lugar de dejarle disfrutar en reposo de la
contemplación de la gloria majestuosa que le rodea? Hágase la prueba. Déjese al
rey sol sin ninguna satisfacción de los sentidos, sin ningún cuidado en el
espíritu, sin ninguna compañía que piense y medite a sus anchas: Veráse
entonces que un rey sin diversión es un hombre lleno de miserias.
Evitar esto, y jamás
falta en torno del rey un gran número de personas que velan para que los
placeres sucedan a los negocios, y que procuren que en todo tiempo que éstos
dejan libres, no se interrumpan los juegos y distracciones, de manera que no
haya ningún claro; es decir, que están rodeados de personas que se preocupan
admirablemente de la misión de que el rey no se encuentre solo y en situación
de pensar en sí mismo; sabiendo bien que, por rey que sea, será miserable si
piensa en ello.
(Así la principal
cosa que sostiene a los hombres en los grandes cargos, tan penosos por otra
parte, es que constantemente se les impide pensar en sí mismos.)
Pensandlo. ¿Qué otra cosa representa ser
sobreintendente, canciller, primer presidente, si no está colocado en una
situación en el que se tiene a la disposición desde la mañana gran número de
gentes, que acuden de todos lados, para que no quede una hora en que sea
posible el pensamiento sobre sí mismo? Y, cuando estos personajes caen en
desgracia, y los mandan a casa de campo, en donde, después de todo, no les
faltan bienes ni criados, ni asistencia en sus necesidades, ellos son bien
miserables, porque no cesan de pensar en sí mismos.
De ahí viene que el
juego y la conversación de mujeres, la guerra, y los grandes empleos sean tan
buscados. No es que haya en ellos felicidad verdadera, ni que se imagine que la
verdadera beatitud está en el dinero que se puede ganar en el juego, o en la
liebre que persiguen. No querríamos estas cosas si no las ofreciesen sin
esfuerzo. No es esta utilidad muelle y apacible y que nos deja pensar en
nuestra desdicha situación lo que se busca, ni los peligros de la guerra, ni el
trabajo de los empleos, sino su bullicio, que nos impide pensar, y nos
divierte.
De ahí viene que a
los hombres les gusta tanto el ruido y trajín; de ahí viene que la prisión sea
un suplicio tan horrible; de ahí viene que los placeres de la soledad sean cosa
impredecible. Y el más grande motivo de la felicidad de los reyes, es que se
prueba de divertirles sin cesar, y que se les procura toda suerte de placeres.
Y esto es todo lo que
los hombres han podido inventar para hacerse dichosos. Y los que sobre esto se
ponen a hacer de filósofos, y dicen que el mundo es bien poco razonable
corriendo detrás de una liebre, que no querrían comprar, no entienden nada de
nuestra naturaleza. Esta liebre no nos aliviaría de la vista de la muerte y las
miserias; pero la caza lo garantiza. Y así, cuando se reprocha a los hombres
que lo que buscan con tanto ardor no sabría satisfacerles, si ellos
respondiesen, como deberían hacerlo, si lo reflexionasen bien, que lo que
buscan es una ocupación violenta e impetuosa que les aparte de pensar en sí
mismos, y que por eso se proponen un objeto que les atrae con ardor, dejarían
chasqueados a sus adversarios. Pero los hombres no responden eso, porque no se
conocen así mismos: no saben que es la caza y no la presa lo que buscan.
Se imaginan que una
vez obtenida ésta, descansarán en seguida en su placer; y no conocen la
naturaleza insaciable de su codicia. Creen sinceramente buscar el reposo, y no
lo buscan sino la agitación.
Tienen un instinto
secreto que les lleva a buscar en el exterior diversión y ocupación, instinto
que les viene de la conciencia sorda de sus miserias continuas; y tienen otro
instinto secreto, que es un resto de la alteza de nuestra naturaleza primera, y
que hace conocer que la felicidad está en efecto en el reposo, y no en el
tumulto; y de estos dos instintos contrarios los hombres forman un proyecto
confuso, que se oculta a su vista, en el fondo de su alma, y que les lleva a
atender al reposo por la agitación y a figurar siempre que la satisfacción que
no tienen llegará, y que, salvando éste o aquel obstáculo, podrán abrir la
puerta al reposo.
Y así transcurre toda
la vida. Se busca el reposo combatiendo algunos obstáculos; y cuando estos han
sido salvados ya, el reposo se convierte en insoportable. Porque, o se piensa
en las miserias actuales o en las miserias que amenazan. Y cuando se estuviese
al abrigo de ellas por los cuatro costados, el fastidio, por su autoridad, no
dejaría de salir del fondo del corazón, en el que tiene raíces naturales, y
llenaría el espíritu con su ponzoña.
El consejo que se
daba a Pirro de tomar el descanso que salía a
buscar a través de tantas fatigas es muy difícil aplicación.
Así el hombre es tan
desdichado que se fastidia aun sin causa exterior de fastidio, por naturaleza y
complexión; y tan vano que, estando lleno de mil causas esenciales de fastidio,
la menor cosa como un billar y una bola que empuje basta para divertirle.
Pero, me diréis, ¿Qué
objeto le mueve en esto? El de alabarse mañana ante sus amigos de que ha jugado
mejor que otro… Y otros sudan en su gabinete para mostrar a los sabios que han
resuelto una cuestión de algebra que no se había podido encontrar hasta allí; y
muchos otros se exponen a los peores peligros para alabarse después de haber
conseguido una plaza, o de otra análoga tontería. Y, en fin, otros refutan para
hacer notar todas estas tonterías, no por haberse vuelto más juiciosos, sino
simplemente para demostrar que las conocen; y éstos son los más tontos de la
banda, puesto que lo son con conocimiento; mientras que le los otros siempre
cabe pensar que no lo sería si tuviesen conocimientos.
Tal hombre pasa toda
su vida sin fastidio, jugando un poco todo los días. Dadle todas las mañanas el
dinero que pueda ganar cada día, a condición de que no juegue y le haréis
desgraciado. Se dirá tal vez que lo que busca es el placer del juego y no el de
la ganancia. Hacedle, pues, jugar por nada, y no llegara a alentarse, y se
fastidiara. No es la solo actividad lo que busca; una diversión lánguida y sin
pasión le aburrirá. Ha de calentarse y de engañarse a si mismo imaginando que
será dichoso si gana lo que no querría que le diesen a condición de no jugar, a
fin de que le nazca de ahí un motivo de pasión, que excite su deseo, su cólera,
su temor, por el objeto que se ha formado, como los niños que se espantan de la
cara que han embadurnado ellos mismos.
¿De dónde viene que
este hombre que ha perdido hace pocos meses su hijo único y que, abrumado de
procesos y de querellas, estaba interesadamente ocupado en ver por dónde pasará
el jabalí que sus perros persiguen con ardor desde hace seis horas. Esto ha
bastado: por lleno de tristeza que esté un hombre, y cualquiera que sea ésta,
si se le puede hacer entrar en cualquier diversión, ya se le tiene alegre y
dichoso durante este tiempo.
Y el hombre, por
dichoso que sea, si no está ocupado por alguna pasión o diversión, que le evite el fastidio, pronto
estará apenado y será infeliz. Sin diversión no hay alegría; con diversión no
hay tristeza. Y la dicha de las gentes de gran condición consiste en tener un
número de personas que las divierten, y tienen el poder de mantenerlas en tal
estado.
3. Es más fácil soportar la muerte sin pensar
en ella, que el pensamiento de la muerte sin peligro.
4. Si el hombre fuese
dichoso, lo sería tanto más cuanto menos se hubiese divertido, como los santos
y Dios.
Sí; pero ¿no es ser
dichoso poder ser regocijado por la diversión?
No; porque ella viene
de otra parte y de fuera y así es dependiente, y está sujeta a mil turbaciones
por los accidentes que hacen que las aplicaciones sean inevitables.
5. La sola cosa que
nos consuela de nuestras miserias es la diversión, y, sin embargo, ésta es la
mayor de nuestras miserias.
Porque es ella
principalmente la que nos impide pensar en nosotros. Sin ella caeríamos en el
fastidio, y este fastidio nos conduciría a buscar el medio más sólido para
salir de él, Pero la diversión nos distrae, y nos hace llegar insensiblemente a
la muerte.
6. Condición del hombre: inconstancia,
fastidio, inquietud.
7. Quien no ve la vanidad
del mundo, es que él es, en sí mismo, muy vano. Así ¿quién no la ve, es excepto
los jóvenes que están todos en el ruido, en la diversión, y en el pensamiento
del porvenir? Mas quitadles la diversión, y les veréis secarse del fastidio:
sienten entonces la nada sin conocerla;
que es ser bien desgraciado caer en una tristeza insoportable cada vez que hay
que considerarse y en que no hay diversión.
8. Si nuestra
condición fuese verdaderamente feliz, no nos sería preciso divertirnos para ser
dichosos.
Poca
cosa nos consuela porque poca cosa nos aflige.
9. Nada hay tan
insoportable para el hombre como el permanecer en pleno reposo, sin pasión, sin
negocio, sin diversión, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono,
su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vació. Incontinenti saldrán
del fondo de su alma el fastidio, las negruras, la tristeza, la pena, el
despecho, la desesperación.
10. Cuando un soldado
se queja de sus trabajos, o un labrador, etcétera, que les pongan a no hacer
nada.
11.- FILOSOFOS. ¡Brava hazaña, clamar a un hombre que no se
conoce que vaya de sí mismo a Dios! ¡Brava cosa también, decirle que un hombre
se conoce!
12.- BUSCA EL
VERDADERO BIEN. La generalidad de los
hombres coloca el bien en la fortuna, y en los bienes exteriores, o, al menos
en la diversión. Los filósofos han demostrado la vanidad de todo esto, y han
colocado aquél donde han podido.
Para los filósofos,
280 bienes soberanos.
Disputa sobre el
soberano bien. Ut siscontentustemetipso,
et ex te nascentibusbonis. ¡Hay contradicción, porque ellos (los filósofos,
los estoicos) acaban aconsejando matarse! ¡Oh vida dichosa, de la que uno
quiere deshacerse como la peste!
13. Como la
naturaleza nos vuelve siempre desgraciados en cualquiera situación, nuestros
deseos nos figuran un estado dichoso, porque untan al estado en que nos
encontramos; y, cuando llegamos a estos placeres, no nos encontraríamos más adelantados con esto,
porque tendríamos otros deseos conformes con el nuevo estado.
Que cada cual examine sus pensamientos, y los
encontrará siempre ocupados en lo pasado o en lo porvenir. Casi no pensamos en
lo presente; y si pensamos, es solamente para tomar de él claridades para
ordenar el porvenir. Así no vivimos jamás, pero esperamos vivir; y
disponiéndonos siempre a ser dichosos, es inevitable que no lo seamos nunca.
14. No pudiendo curar
la muerte, la miseria, la ignorancia, a los hombres se les ha ocurrido, ara
vivir dichosos, no pensar en ellas.
Es todo lo que saben
inventar, para consolarse de tantos males. Pero es una desdichada consolación
pues va, no a curar el mal, sino a ocultarlo simplemente por un cierto tiempo,
con lo cual aun se piensa menos en curarlo de veras. Así por un extraño cambio
en la naturaleza del hombre, es el aburrimiento en cierta manera su mayor bien,
porque puede contribuir más que a todas las cosas a hacerle a buscar la
verdadera curación; mientras que la diversión, que él considera como su mayor
bien, es en realidad su mayor mal, porque le aleja más que nada de buscar un
remedio a sus males; y el uno y la otra son la prueba admirable de la miseria y
de la corrupción del hombre, y, a la vez, de su grandeza, puesto que el hombre
se fastidia de todo, y no busca esta multitud de ocupaciones, sino porque tiene
idea de la felicidad que ha perdido, y que, no encontrando ya en sí mismo,
trata de encontrarla vanamente en las cosas exteriores, sin poder contentarse
nunca, porque aquél no está en una u otra de las criaturas, sino solamente en
Dios.
15. Salomón y Job han
conocido, mejor que nadie, la miseria del hombre, y han hablado, mejor que
nadie, de ella: el uno el más dichoso, el otro el más desgraciado; el uno
conoce, por experiencia, la vanidad de los placeres; el otro, la realidad de
los males.
esta lectura no se descarga. la que se descarga es la de MARX
ResponderBorrar