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Querido amigo:
Emmanuel Kant,
quien nació en 1724, o sea en pleno siglo XVIII, ha sido considerado como el
más grande filósofo alemán o incluso como el filósofo por antonomasia de la
edad moderna. Como quiera que se lo enjuicie, es innegable que ningún pensador
ha ejercido un influjo tan decisivo como él, a partir del cual comenzaron a
fructificar las semillas sembradas por Descartes, Spinoza, Hume y Rousseau.
Kant asume las ideas modernas en toda su amplitud y las constituye en sistema.
Pero lo singular es que no se desentiende de los antiguos problemas de la
metafísica, del interés por Dios, por el alma, por la inmortalidad, por los
valores morales.
Tiene un argumento
que me parece irrefutable: quienes intentan demostrar que Dios no existe no
tienen razón, porque “las mismas razones” que quieren demostrarlo bastan a su
vez para demostrar lo contrario. Pues, “¿de dónde y cómo puede uno deducir, por
medio de la pura especulación, que existe o no un ser supremo como fundamento
primero de todo?”. Sencillamente, la existencia de Dios no es demostrable como
lo puede ser un teorema y verificable como lo puede ser una ley física.
¿Esto significa
negar a Dios? De ninguna manera, porque a Dios lo conocemos lo
—re-cono-cemos—por la fe y nada más que por la fe. Esta función creadora,
extraña a la teoría, es exclusiva de la voluntad, de la acción. No hay más
razón autentica que la práctica. El conocimiento deja de ser un pasivo atisbar
una supuesta realidad –que siempre es relativa—y se convierte en una verdadera
construcción. Como dice Ortega y Gasset: “De contemplativa, la razón se
convierte en constructiva y la filosofía del ser queda íntegramente absorbida
por la filosofía del deber ser”.
¿Y a donde va este
“deber ser”, que afianzara nuestra fe en Dios? Muy sencillo, dirá Kant:
Obra de tal modo,
que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como
principio universal”.
Y esta otra, en la
misma línea, aun mas explicita:”Obra de tal modo que siempre, tanto en tu
persona como en la persona de cualquier otro, tomes la humanidad como un fin, y
jamás la utilices como un simple medio”.
La religión,
agrega, es “el reconocimiento de nuestros deberes, en tanto deberes divinos”.
La vida del hombre
es, en su raíz, ocuparse de las “cosas” del mundo más que de él mismo. El
“pienso, luego existo”, de Descartes, se transforma en un pienso en los demás luego existo. ¿Puede haber
postulado mas cristiano, según la revisión que hemos hecho de la fundamentación
de lo religioso en tanto “darse” al prójimo? Lo que solo a mi me importa, a
quien le importa, podríamos decir. Mi pensamiento es una función parcial que no
puede desvincularse de todo lo que me rodea.
En este contexto,
la idea de Dios es un concepto límite-teórico-necesario
aunque, como una estrella lejana, nos resulta inalcanzable en el proceso
cognoscitivo, pero que siempre se debe de tener como meta ideal y necesaria.
Agrega Kant:
“Dios es un mero
ideal, pero un ideal intachable, un concepto que clausura y corona todo el
conocimiento humano por más que su realidad objetiva no pueda ser demostrada,
aunque tampoco rechazada, y al que accedemos por medio de nuestros actos más
que por la pura reflexión”.
Lo más apasionante
de este postulado es que reafirma tu individualidad y, lo que es mejor, la responsabilidad de tus actos. La realidad no
es ya una superficie plana y estática sino dinámica, siempre en movimiento.
Qué difícil, pero
qué claro: se debe hacer lo que se debe, no lo que se quiere, no lo que desee,
o apetezca o convenga, sino lo que nos dicta la conciencia práctica que tenemos de nuestro entorno. De este modo, la ética
kantiana culmina el concepto de la persona moral. El hombre pertenece al reino
de los fines. Esto es, todos los hombres son fines en sí mismos. La inmoralidad
consiste en tomar al hombre, a un hombre cualquiera, como un medio: sirviente,
empleado o servidora sexual. Todo ser humano vale por sí mismo, algo que
intuimos, pero difícilmente practicamos. En esto la literatura también viene en
nuestra ayuda. No sé si conoces ese estupendo cuento de D.H. Lawrence: El oficial prusiano, en donde un oficial
somete a su ordenanza a las peores torturas con cualquier pretexto: por cómo y
en qué forma le prepara la comida, le limpia la ropa y hasta cuán lustrosas o
no les deja las botas. Si no le satisfacen los resultados, lo castiga, lo
golpea, lo escupe y llega a propinarle una patada en la cara. La
deshumanización es total, de una y otra parte. Al final, durante una
oportunidad en que están solos en el campo, el criado se las cobra todas juntas
y ahorca a su jefe:
“El cuerpo
despatarrado del oficial quedo ahí, inerte. El ordenanza lo contempló en
silencio. Era una lástima que eso
estuviera roto. Roto, a pesar de que representaba algo más que la cosa que lo
había pateado, escupido y amenazado… Pues bien, eso era ahora… Había un pesado alivio en el alma del ordenanza.
Todo era como debía ser…”.
No hay regreso una
vez que nos dejamos conducir por el odio. Esa cosa que estaba rota, había sido un ser humano. Y era un ser humano
el que la había destruido, él, quien, a su vez, será destruido —hasta la
locura— por el odio que le inculcaron con el maltrato y la deshumanización.
Todo el cuento transcurre en un mundo cosificado.
¿Te das cuenta que
es como una ilustración de la ética kantiana? Si utilizas a tu prójimo como un
medio, tú mismo terminaras —producto del odio y el resentimiento— por ser
también un medio.
Puedes trasladar este principio
fácilmente a cualquier aspecto de la vida diaria. El inconcebiblemente difícil
y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su
nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre.
Entonces, nos diría Kant, se manifestaría Dios a través de la cercanía entre nosotros mismos.
Existimos en tanto existimos para los demás. Y el contacto puede darse a partir
de lo más simple o de lo más complejo. Pienso en estas cartas nuestras que,
desde que las iniciamos, han tendido un verdadero puente entre nosotros. ¿No te
sucede en general con la literatura? Aunque sean obras de la pura imaginación,
aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el
novelista, aunque no apunten directamente a esa participación, solo ellas
contienen, de alguna indecible manera, ese temblor, esa presencia, esa
atmosfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector
un sentimiento de contacto y cercanía. En la Critica de la razón práctica, Kant orienta su mirada hacia el
interior de la persona, hacia la previa condición de posibilidades que ahí se
encierran (lo “trascendental”): Dios, la moral, la felicidad. Mientras
Descartes entendía a Dios como Ser perfecto y sustancia infinita, Spinoza como
Dios naturaleza, Kant parte del hombre como ser moral y desde ahí –por una
deducción no tanto teórica sino práctica– postula a Dios, precisamente, como el supremo
ser moral y en autor del mundo.
El que había comenzado en su juventud con investigaciones cosmológicas
y con una Teoría del Cielo, pasando
luego por todas las cuestiones de la teoría del conocimiento hasta llegar a la
fundamentación de la ética y la religión, mantiene siempre la misma actitud de
reverencia hacia lo más alto y, a la vez, hacia lo más profundo del hombre.
Dice, en forma admirable, en La religión
en los límites de la razón:
“Hay dos cosas que llenan mi ánimo de admiración y reverencia, siempre
nueva y siempre creciente, cuanto más
asidua y atentamente mi mente se ocupa de ellas: el cielo estrellado por
encima de mí y la ley moral dentro de mí”
¿No te parece una actitud abiertamente religiosa? Pues esa obra,
impresa en 1793, causo tal sensación que debió reimprimirse enseguida y, como
era inevitable, despertó las sospechas del tribunal clerical de Berlín. ¡Qué
condena para los grandes filósofos padecer a los tribunales clericales! Así, el
primero de octubre de 1794 recibió Kant esta extraordinaria reprimenda, en un
lenguaje que, como verás, es una delicia:
“Federico Guillermo, rey de Prusia por la gracia de Dios, a nuestro
fiel e ilustre súbdito, salud. Nuestra elevadísima persona ha visto desde hace
algún tiempo con sumo disgusto cómo habéis abusado de vuestra filosofía para
relajar y desnaturalizar muchas de las doctrinas fundamentales de la Santa
Escritura, particularmente en La religión
en los límites de la razón y en otros escritos menores. Esperábamos algo
mejor de vos. Debéis comprender hasta que punto faltáis a vuestros deberes como
maestro de la juventud y a mis paternales prescripciones en bien del país.
Esperamos de vuestra parte, en el menor plazo posible, una justificación
completa, y os advertimos que, si no queréis caer en desgracia con nosotros, no
incurráis de nuevo en las faltas cometidas, aplicando por el contrario todo
vuestro celo u autoridad, como es vuestro deber, a que se lleven a cabo con el
mejor éxito posible nuestras paternales intenciones. En caso contrario, os
atenderéis necesariamente a las dolorosas consecuencias que os sobrevendrán.
Haceos acreedor a nuestra alta gracia. Berlín, primero de octubre de 1794. Por
orden especial de S.M firma R.S. Woellner”
Al propio tiempo, todos los profesores de filosofía y de teología de
Königsberg tuvieron que comprometerse por escrito a no dedicar cursos a la
filosofía religiosa de Kant.
Un cambio tal de ideas, en un
tema que le era tan fundamental, le hubiera sido del todo imposible —¡y
después de considerar sus escritos, según él mismo, abiertamente
cristianos—; por otra parte, la rebeldía y la inconformidad pública eran inútiles
y contrarias a sus principios, en tanto el buen ciudadano que pretendía ser. El
único camino que le quedaba, pues, era el silencio en ese tema. En un trozo de
papel que se encontró después de su muerte había escrito:
“Abdicar de una convicción interior es una bajeza; pero callar en un
caso como el presente es el deber de un buen ciudadano”.
En este sentido, la mejor Constitución política, decía, era aquélla
que, a la mayor libertad posible, aunara la legalidad más rigurosa, pues
entendía que sin esa doble cualidad no es posible justicia alguna. Si la
Revolución Francesa le atraía poderosamente por sus ideas de justicia, la
rechazaba por la anarquía en que toda revolución termina.
La fuerza saludable de la voluntad que recomendaba la había practicado
en sí mismo durante su larga vida (vivió casi ochenta años). Su constitución
física le provocó innumerables problemas de salud, a causa de su estrecho y
comprimido pecho. Se fatigaba fácilmente y padecía palpitaciones y arritmias.
Sin remedio, se volvió hipocondriaco —ya decíamos que no visitaba amigos enfermos ni
le gustaba hablar de enfermedades—, a pesar, se dice, que siempre conservó un
magnífico humor y era un amenísimo conversador en las sobremesa. En su casa era
tan buen anfitrión como bienvenido huésped en la ajena. Esto nos habla de una
sencillez innata, que se refleja en sus costumbres: en que apenas si haya
salido de su ciudad natal y en la buena relación que tenía con alumnos y
colegas, así como en la poca importancia que daba el dinero, del que en
ocasiones llegó a carecer en forma preocupante. Nos cuenta uno de sus biógrafos
más solventes, Kuno Fischer, que cuando ya era profesor, llegó a estar tan
gastado su único traje que algunos alumnos y amigos hicieron una colecta para
comprarle uno nuevo. Kant se regocijaba al recordar aquel cariñoso ofrecimiento
—incluso
ya le habían hecho la cita con el sastre para le midiera la ropa—, por más que lo hubiera rechazado y preferido
continuar con su levita vieja, aunque siempre limpia, a ocasionar en sus
allegados tal desembolso.
Me parece admirable la aplicación de su postulado “el reconocimiento
de nuestros deberes en tanto deberes divinos” a su propia persona. Su sentido
de la amistad, de la puntualidad en sus clases y en sus citas —su criado aseguraba que el tiempo que estuvo
con él, más de treinta años, Kant nunca se levantó un minuto después de las
cinco de la mañana—, incluso su capacidad para sociabilizar, hablan de un hombre entregado
a los demás y con fuerza de voluntad fuera de lo común. En este sentido,
escribió un trabajo que tituló: Del poder
del espíritu para dominar a las enfermedades por medio de la voluntad —título que, si no fuera por la reconocida
complejidad del pensamiento de Kant, podríamos catalogarlo como un best-seller de autoayuda—, en donde vuelve a relacionar esa fuerza de
voluntad con la expresión de una ley divina en la Tierra. ¿Has visto lo bien
que te sientes contigo mismo cuando logras realizar algo que te implicó un
particular esfuerzo, o cuando dominas un impulso que te parecía negativo? Pues
Kant te diría que ese mero acto de la voluntad, quizá cotidiano y aparentemente
intrascendente, te acercó a Dios, más, mucho más, que asistir a misa o darte
golpes de pecho.
Él lo aplicó a su propia persona muy en especial cuando en sus últimos
años padeció una dolencia estomacal —seguramente una úlcera no diagnosticada— que le provocaba las más espantosas
pesadillas. Junto a otras visiones demenciales y terribles, sus sueños le
presentaban constantemente la figura de un hombre cadavérico y de ojos saltones
que, puñal en mano, se acercaba a su cama a asesinarlo. En alguna ocasión, al
ir a despertarlo, su criado lo oyó pegar de gritos y sudar a mares.
Thomas de Quincey nos cuenta en Los
últimos días de Emmanuel Kant:
“Por el día hablábamos sobre esas visiones engañosas. Kant se reía
entonces de ellas, con su habitual actitud de desprecio estoico hacia cualquier
tipo de debilidad nerviosa. Para fortalecer su decisión de dominarlas, escribió
en su cuaderno: ¡Ahora, ninguna capitulación ante los terrores de la
oscuridad!”.
Resulta curioso —y sintomático— cómo hay pensadores e ideas
que se ensamblan y complementan. Hace unos días, cuando mi esposa encontró en
el buzón tu última carta —qué privilegio recibir aún hoy en día una carta en el buzón—, me preguntó si las que yo te respondía iban
por el rumbo de las que le hice a mi hija Maty en un libro que titulé Cartas a una joven psicóloga. Le
contesté que sí, en la medida de que son cartas dirigidas a una persona joven
que busca su camino en la vida, aunque las tuyas estaban directamente referidas
al tema de lo divino, y las otras a la pura psicología. Entonces caí en la
cuenta de la relación tan estrecha que hay en uno y otro tema y al escribirte
sobre Kant, deduje: ¡pero si es el antecedente directo del pragmatismo de
William James! Fue un descubrimiento que me entusiasmó. Ahora verás por qué.
Por lo pronto es curiosa la semejanza de la anécdota que cuenta De Quincey de
Kant, con la de Freud sobre James. Dice Freud:
“Mi encuentro con el psicólogo norteamericano William James me dejó
una duradera impresión. Yendo un día de paseo con él, se detuvo de repente, me
entregó una cartera que llevaba en la mano y me pidió que me adelantase
prometiendo alcanzarme en cuanto dominara un ataque de angina de pecho que
sentía próximo. Un año después, moría de uno de esos ataques, y desde entonces
he deseado un análogo valor ante la muerte”.
Esta anécdota —que, en efecto, nos hace a todos desear un análogo valor ante la
muerte— sucedía
durante el viaje que hizo Freud a Estado Unidos
en 1909. En ese momento, James tenía sesenta y siete años y había
logrado un sólido prestigio mundial gracias a una de las teorías fundamentales
en la historia de la psicología, el pragmatismo, de la que fue precursor. En el
pragmatismo “el hacer determina el ser”, el carácter depende de la acción, nos
formamos conforme avanzamos, gracias a nuestras propias elecciones —algo que podría suscribir Kant en sus
referencias a lo moral.
Convicción humanista de lo más atractiva para quienes creemos en la
libertad, y que fomenta una tendencia contra los sistemas, las iglesias, las
maquinarias sociales, o al menos los que se proclaman fijos y finales.
Pero para comprender el pragmatismo en su más profundo significado hay
que referirlo a la juventud de su propio autor.
En algún momento del mes de marzo de 1870, cuando tenía treinta años y
trabajaba como médico, James escribió una carta a su hermano Henry en la que
describía su atribulado estado de ánimo.
“Me encontraba en ese estado de pesimismo filosófico y general
depresión del espíritu, cuando una noche entré en mi recámara, sumida en la
penumbra. De pronto cayó sobre mí, sin advertencia alguna, como surgido de la
misma vino a la mente la imagen de un paciente
epiléptico al que yo acababa de ver en el sanatorio, joven de pelo negro y piel
verdosa, totalmente idiota, que solía permanecer sentado todo el día en una de
las bancas con las rodillas contra la mandíbula. Esta imagen y mi temor
entraron en una especie de fatal combinación. Esa forma semihumana soy yo potencialmente, pensé. Nada que yo
posea puede defenderme contra tal destino, si mi hora sonara para mí como sonó
para él. Sentí tal horror de él —y a la
vez de mí mismo— que fue como si algo hasta entonces sólido dentro de mi pecho
cediera por completo. Me convertí en una masa de tembloroso miedo. Después de
esto el universo cambió enteramente. Despertaba, mañana tras mañana, sintiendo
un horrible temor en la boca del estómago, y con una sensación de inseguridad
de la vida que no había conocido nunca, y que no he vuelto a sentir. Fue como
una revelación; y aunque los sentimientos inmediatos se desvanecieron, la
experiencia me ha hecho comprender desde entonces los sentimientos mórbidos y
nerviosos de los demás. Gradualmente fue cediendo, pero durante meses fui
incapaz de entrar a solas en un lugar oscuro”.
Esto es lo que los
alcohólicos llaman “tocar fondo”, cuando ya no puedes caer más abajo. A partir
de ese momento crítico o rebotas y subes de nuevo a la superficie, o pierdes la
razón y dejas de ser “tú”. En la figura macabra del idiota sentado en la banca
en posición casi fetal, James nos muestra no sólo su mal sino al hombre mismo
convertido en bulto, en “cosa”, en una autómata carente de todo sentido para el
vivir y para el morir. (“Solo lo que le da sentido a nuestra muerte, le da
sentido a nuestra vida”). Por eso, dice, la salida tenía que encontrarla en el
camino opuesto: la humanización plena, esto es: el libre albedrío. Escribió en
su diario: “Creo en el libre albedrío a partir de que lo empecé a poner en
práctica”. ¿Y cómo lo ponía en práctica? Muy sencillo: descubrió que a pesar de
todos sus males todavía podía elegir entre un pensamiento y otro —postulado de lo
más kantiano, como verás —y que si quería curarse “ya sabía cuáles pensamientos
debía elegir”, porque “todo pensamiento es deseado”, con lo cual, además, se
puso en la antesala de los descubrimientos de Freud. Los diferencia el acento
de James en lo religioso, al grado de que sus libros más famosos se titulan La voluntad de creer y Las variedades de la experiencia religiosa.
¿No ves una clara
relación en un trabajo que se titula La
voluntad de creer, con otro escritor más de un siglo antes, llamado Del poder del espíritu para dominar a las
enfermedades por medio de la voluntad?
James hizo una
breve lista de actitudes concretas a seguir:
Mientras conserve
un rayo de conciencia, debo elegir y no permitir que la vida —o los otros—
elijan por mí.
Debo hacer del
sistema nervioso mi aliado y no mi enemigo.
Todo pensamiento
produce cambios químicos en el cuerpo.
No debo luchar
contra los malos pensamientos, simplemente preferir los que están a favor de la
vida y la salud.
Hay que volver
automáticas y habituales, tan pronto como sea posible, la mayor cantidad de
“acciones benéficas”.
James
comprendió que había perdido el tiempo intentando buscar la verdad (La verdad),
lo que sólo aumentaba su depresión. “Al diablo con las discusiones de café
sobre la existencia de Dios”. Porque, como decíamos en una carta anterior, la
verdad de una idea no es propiedad estancada, implícita en ella misma. La
verdad le ocurre una idea. Se convierte en verdadera, es hecha verdadera por los acontecimientos.
Esto
es muy importante para el estado de ánimo. Por lo general —es terrible
comprobarlo una y otra vez— la persona deprimida parte de que el mundo está hecho y apenas puede influir en él.
Cuando comprende que todo está por
hacerse, cambia su visión de las cosas y se despierta en él el sentido de
responsabilidad, descubre los principios morales que deben tenerse ante la vida
para acceder a lo divino, con lo cual entroncamos de nuevo con la filosofía
Kantiana, que motivó esta carta. Carta ya demasiado prolongada, por lo cual me
limito a mandarte un abrazo y a esperar con enorme curiosidad tus comentarios
al respecto.
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