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Libro IX
DE LA AMISTAD
I
En
todas las amistades heterogéneas la proporción iguala a las partes y conserva
la amistad, como hemos dicho. Así por ejemplo, en las relaciones entre
conciudadanos el zapatero recibe por su calzado una retribución proporcionada a
su valor, y lo mismo el tejedor y los demás artesanos. Para estos casos se ha
establecido como medida común la moneda; todo se refiere a ella, y con ella
todo se mide. Pero en la amistad amorosa el amante se queja a veces de que su
exceso de amor no es correspondido con amor (aunque quizá sea porque no hay en
él nada amble), y por su parte el amado se queja muchas veces también de que
nada le cumple el amante que primero le prometió todo. Estos incidentes se
presentan cuando el amante ama al amado por placer, en tanto que éste ama al
amante por interés, y ni uno ni otro reúne las condiciones que la otra parte
esperaba. Y como la amistad era por estas expectativas, sobreviene la ruptura
desde el momento que no se obtienen las cosas por las cuales se amaba, porque
no se querían los amigos uno a otro, sino las cualidades que en ellos
concurrían, las cuales no eran durables, ni tampoco, de consiguiente,
semejantes amistades. Pero la amistad fundada en el carácter moral, como hemos
dicho, permanece, porque depende de sí misma.
Las
desavenencias surgen también cuando los amigos obtienen otra cosa distinta de
la que deseaban, porque es casi lo mismo que no obtener nada cuando no se
alcanza lo que se pretende. Es el caso del que prometió a una citarista que le
haría un presente tanto mayor cuando mejor cantara; pero a la mañana siguiente,
cuando el músico fue a reclamar el cumplimiento de la promesa, díjole el otro
haberle pagado dándole placer por
placer.1Si uno y otro
hubieran querido esto, cierto que habría bastado; pero como el uno quería
placer y el otro lucro, y el primero tuvo lo que quería y el segundo no, no se
cumplió rectamente con los términos del contrato, porque cada uno se aplica con
todo empeño a aquello de que tiene necesidad, y por obtenerlo da lo que tiene.
Pero
¿a cuál de los dos corresponde determinar el valor del servicio: a quien ha
empezado por hacerlo o a quien ha empezado por recibirlo? A lo que parece, el
primero se remite en esto al arbitrio del segundo. Es lo que cuentan que hacia
Protágoras,2 el cual, cuando enseñaba alguna cosa,
invitaba al discípulo a justipreciar el valor que a su juicio tenían los
conocimientos adquiridos, aceptando aquél la cantidad así determinada. Pero en
estas materias a otros les agrada más la máxima: ‘’Que a cada hombre se le fije
un salario’’.3
Los
que han recibido dinero en anticipo, y después no hacen nada de lo que dijeron
que harían, en razón misma de la exorbitancia de sus promesas, están con
justicia expuestos a reproches, porque no cumplen lo que pactaron. Por eso
quizás los sofistas se ven obligados a hacerse pagar de antemano, porque de
otro modo nadie les daría nada por todo lo que ellos saben. Estas gentes, al no
hacer aquello por lo que han recibido su salario, están naturalmente expuestas
a reclamaciones. Pero en los casos en que no ha habido contrato de servicios,
los que ofrecen los suyos por consideración a sus amigos son, como queda dicho,
irreprensibles, porque ésta es la naturaleza de la amistad virtuosa; y la
recompensa debe ser, por ende, proporcionada a la intención del que ha prestado
el servicio, porque la intención es el elemento significativo del amigo y de la
virtud. Así también parece que debe ser entre los asociados para el estudio de
la filosofía, cuyo valor no puede medirse en dinero, ni les puede hacer (a los
maestros de sabiduría) ninguna honra que con su merecimiento iguale; con todo,
es suficiente quizá darles lo que se pueda, como a los dioses y a los padres.
Si
la donación no ha sido de esta especie, sino con la mira de alguna
reciprocidad, lo mejor es quizá que la compensación sea tal que parezca a ambas
partes proporcionada al valor del servicio o donación. Mas si esto no puede
hacerse, debe verse no sólo como necesario, sino como justo, que el que empezó
por recibir el servicio fije la retribución, porque recibiendo el otro lo
equivalente al provecho del beneficiario, o al precio que éste habría dado por
el placer que obtuvo, recibirá del mismo lo que es justo. Y esto es lo que
vemos que acontece aun en las cosas venales; y todavía más, en algunos países
hay leyes que establecen que no hay acción judicial para el cumplimiento de los
contratos voluntarios, estimando que cuando alguno otorgó crédito a otro, debe solventar
sus compromisos con esta persona con el mismo espíritu que entró en relación
con ella. Supone la ley en estos casos que es más justo que fije los términos
de ejecución la persona a quien se ha dado esa prueba de confianza, y no la
dio. Muchas cosas, por otra parte, no son valuadas por igual por los que las
tienen y por igual por los que las tienen y por los que desean adquirirlas,
porque no hay quien no aprecie en mucho las cosas propias y que da, y con todo,
el cambio se lleva a cabo en la cuantía fijada por el que recibe. Pero sin duda
también, es preciso que éste estime la cosa no en el valor que le parece tener
cuando ya la posee, sino en el que le daba antes de poseerla.
II
Otros
problemas están implicados en cuestiones como las siguientes: si debe un hijo
conceder todo a su padre y obedecerle en todo o si ( estando uno enfermo )
conviene antes obedecer al médico; si hay que elegir como general al hombre de
mayor pericia militar; y asimismo si debe servirse al amigo antes que al hombre
virtuoso, y si hay que pagar una deuda de gratitud a un bienhechor o dar un
regalo a un compañero cuando no sean posibles ambas cosas.
¿No
es verdad que no es fácil decidir con precisión todos estos problemas? Y es
porque muchas y de todo género son las variaciones en los diferentes casos,
según su importancia o pequeñez, así como la honestidad y necesidad del acto.
Que
no todo debe concederse a uno solo, no es difícil verlo, como tampoco que en
general hay que corresponder a los beneficios antes que complacer a los
compañeros, y que hay que pagar una deuda a quien se debe antes que dar ese
dinero a una camarada. Aunque quizá no siempre deba ser así, como si uno ha
sido rescatado de piratas ¿debe a su vez rescatar a su libertador, cualquiera
que éste sea? ¿Y si el libertador no está secuestrado, y pide, con todo, el
precio del rescate, habrá que pagárselo? ¿Y deberá hacerse todo ello antes que
rescatar al propio padre? Pues tal parece que uno deba redimir a su padre antes
aún que a sí mismo…
Como
regla general, por tanto, y según hemos dicho, hay que pagar las deudas; pero
si la donación que con la misma suma se hiciese fuese extremadamente noble o
necesaria, habrá que inclinarse de este lado. A veces, en efecto, ni siquiera
es equitativo corresponder al servicio original cuando una persona ha hecho un
beneficio a otra sabiendo que lo hacía a un hombre a quien el deudor tiene en
concepto de perverso. Ni tampoco, en ocasiones, debe uno hacer un préstamo a
quien primero se lo hizo, porque éste prestó a un hombre honesto, contando con
que recobraría su dinero, en tanto que el otro no puede esperar recobrar el
suyo de un bribón. Si así son las cosas en verdad, la demanda de préstamo no
tendría el mismo fundamento por ambas partes; y si no son así, pero hay razones
para creer que así son, nada extraño sería tampoco que el hombre honrado se
rehusase a prestar a quien no lo es. Como hemos dicho muchas veces, las teorías
sobre las pasiones y las acciones no pueden tener sino la precisión de la
materia a que se aplican.
Que
no todo deba concederse a todos, que inclusive no deba concederse todo al
propio padre, como tampoco a Zeus se sacrifica todo, es evidente. Y siendo
diferentes las cosas que deben atribuirse a los padres, a los hermanos, a los
compañeros y a los bienhechores, a cada clase hay que darle lo que le pertenece
y lo que le conviene; y esto es lo que de hecho parece hacer la gente. A las
bodas se invita a los parientes, porque a ellos es común el linaje y los actos
que a la familia conciernen; y a los funerales se admite también que los
parientes deben concurrir de preferencia a todos los demás, por la misma razón.
En lo que toca a la manutención, parece que ante todo debemos subvenir a
nuestros padres como deudores que somos de ellos; y es más noble subvenir en
este artículo a los autores de nuestro ser antes aún que a nosotros mismos.
Asimismo hay que tributar honor a los padres, así como a los dioses, aunque no
todo ni cualquier honor. Ni tampoco debe tributarse el mismo al padre que a la
madre, ni rendirles el que se debe a un filósofo o a un general, sino al padre
el honor paterno y a la madre el materno.
A
toda persona mayor debe darse el honor debido a su edad, levantándonos en su
presencia, cediéndole el asiento, y otras atenciones semejantes. Con los camaradas
y hermanos al contrario, debe haber libertad de expresión y uso común de todas
las cosas. Con los parientes, en fin, con los de la misma tribu, con los
conciudadanos y con todos los demás, hay que procurar siempre darles lo propio
de cada clase, y discernir lo que a cada cual corresponda según el grado de
relación, la virtud y la utilidad, siendo más fácil la apreciación cuando se
trata de personas de la misma clase, y más laboriosa cuando son de clases
diferentes. Mas no por esto hay que sustraernos a esta labor, sino decidir la
cuestión lo mejor que podamos.
III
Otra
dificultad es si deben o no romperse las amistades con quienes no permanecen
los mismos que eran. Nada de extraño tiene romper con amigos que lo eran por
utilidad o por placer cuando no tienen ya esos atributos, de los cuales en
realidad no eran amigos los que decían serlo; así que faltando aquéllos, es
lógico que los amigos no se quieran más. Y sólo podría querellarse uno contra
el otro cuando amando a éste por placer o por interés, fingiese que lo hacía
por la calidad moral de su amigo. En efecto, según dijimos al principio, las
desavenencias entre amigos surgen en su mayor parte de que no son amigos de la
misma manera que se imaginan serlo. Cuando alguno, pues, se ha equivocado suponiendo
que se le estimaba por su condición moral, siendo así que el otro no hizo nada
que respondiera a esta creencia a nadie debe culpar sino a si mismo. Más cuando
por hipocresía del otro ha sido inducido a error, con justicia puede quejarse
contra el engañador, con tanto mayor justicia que si lo hiciera contra un
monedero falso, cuando el fraude afecta a algo más precioso.
Pero
si uno ha aceptado la amista de otro, teniéndolo en concepto de hombre buena,
el cual después tornase malo y acredita serlo ¿habrá de querérsele aún? ¿O no
más bien será imposible hacerlo toda vez que no todo es amable, sino solo el
bien? No solo sino que así mismo es indebido hacerlo, puesto que nadie debe
amar el mal ni asemejarse a los viles; y ya se ha dicho que lo semejante es amigo
de los semejante. Entonces ¿Habrá que romper en el acto? ¿O no con todos, sino
solo con los incurables por su perversidad? Pues a los capaces de corrección
¿No debemos más bien ayudarles en su moral más de lo que haríamos en su
patrimonio, por ser lo primero mejor que lo segundo y más propio de la amistad?
Con todo, el que llegase a la ruptura parece que no haría nada fuera de lugar,
porque no se hizo amigo de este hombre tal como es ahora; una vez que ha
cambiado y siéndole imposible salvarlo, lo deja.
Pero
si uno de los amigos permanece como era, y el otro por su parte se hace mejor
moralmente y llega a superar con mucho en virtud al primero ¿habrá aún este
último de seguir frecuentando al amigo? Tampoco esto pertenece posible; y vese
más claro cuanto mayor es la distancia que llega a haber entre ambos, como pasa
con las amistades de la infancia. Porque si uno de ellos sigue siendo niño en
su inteligencia, mientas el otro llega a ser un varón en todo su desarrollo,
¿cómo serán amigos si no les contestan las mismas cosas, ni se alegran ni
sufren por lo mismo? Ni siquiera con respecto a sí mismos concordarán sus
gustos, faltando lo cual no es posible que sean amigos, porque no pueden, ya
convivir. Pero ya hemos explicado sobre estos puntos.
En
semejante caso ¿debe el uno conducirse con el otro del mismo modo que si jamás
hubiese sido su amigo? ¿O no más bien deberá guardar memoria de la pasada
intimidad, y que así como pensamos que debemos complacer a los amigos antes que
a los extraños, así también hay que tener una deferencia con los amigos que han
sido, por motivo de la pasada amistad, salvo cuando la ruptura haya procedido
de un exceso de maldad?
IV
Las
prendas de amistad que damos a nuestros prójimos, así como los caracteres
definitorios de varias especies de amistad, parecen ser traslado de los
sentimientos que tenemos con respecto a nosotros mismos. Es decir, que se
considera como amigo a quien quiere y hace por causa del amigo lo que es bueno
o parece serlo, o al que quiere que su amigo exista y viva por su propio bien,
que es lo que sienten las madres por sus hijos, y aun los amigos que han tenido
un choque entre sí. Otros por su parte consideran que el amigo es el que pasa
la vida con su amigo y que tiene los mismos gustos que él, o que se contrista y
se regocija con su amigo, y esto es lo que se encuentra principalmente en las
madres. Por alguno, pues, de estos caracteres es por lo que se define la
amistad.
Ahora
bien, todos y cada uno de ellos aparecen en las relaciones del justo consigo
mismo (y en los demás también cuando suponen ser tales, porque, como hemos
dicho, siendo la virtud y el virtuoso son, al parecer la medida de todas las
cosas). Este hombre, en efecto, vive de acuerdo consigo mismo, y en cada parte
de su alma tienen los mismos apetitos y quiere para sí mismo el bien y lo que
parece serlo, y lo pone por obre, como quiera que lo propio del hombre bueno,
es afanarse por hacer el bien. Y si lo hace sin duda por su propio interés,
pero por el interés de la parte intelectual, que constituye, al parecer, lo que
es cada hombre. Quiere vivir y conservarse el mismo, y especialmente el
principio por el cual piensa, porque para el hombre virtuoso es un bien
existir. Y cada uno desea de tal suerte que el bien para sí mismo, que nadie, si hubiera, de mudarse en otro, elegiría tener
todos los bienes posibles (porque Dios sí posee, con plena actualidad, todos
los bienes), sino que lo desea a condición de permanecer siendo lo que es, sea
lo que fuere, ahora bien, el ser de cada hombre parece consistir en su
pensamiento o sobre todo en el pensamiento. El hombre de que hablamos, además,
quiere pasar la vida consigo, y lo hace con placer, porque le son deleitosos
los recuerdos de sus actos pasados, y buenas las esperanzas de los futuros, y
por tanto agradables. Su mente, además abunda en objetos de contemplación.
Con sigo mismo, más que con otro
cualquiera, comparte dolores y goces, porque en muchas ocasiones es lo mismo lo
que le produce dolor y lo que le procura
placer, y no una cosa en un tiempo y una en otro; y en suma, este hombre no
tiene nada de que arrepentirse.
Como
todos y cada uno de estos caracteres ocurren en el varón justo en sus
relaciones consigo mismo, y como, además, este hombre se conduce a su amigo
como consigo mismo (pues el amigo es otro yo), la amistad, de consiguiente,
parece tener alguno de esos atributos, y las gentes en quien ellos concurren
ser amigos.
Si
puede o no haber amistad consigo mismo, dejémoslo de momento. Podría admitirse,
sin embargo, pero (por los fundamentos antes expresados) sólo en cuanto el
hombre es un ser dual o plural; y por la razón, además, de que el exceso de
amistad se asemeja a los sentimientos que cada uno tiene consigo mismo.
Más
los atributos antes descritos parecen encontrarse en la mayoría de los hombres,
por ruines que puedan ser... Pero quizá sea más correcto decir que solo en
cuanto tales hombres se complacen en sí mismos y en la medida en que suponen
ser juntos, participan de los mismos. Pues ciertamente en ninguno que sea
completamente malo e impío se encuentran tales caracteres ni tienen visos de
encontrarse. Y casi podría decirse que los que son moralmente inferiores, como
quiera que estos hombres están en desacuerdo consigo mismos, y a la manera de
los incontinentes, desean sensualmente unas cosas y quieren racionalmente
otras, eligiendo así, en lugar de las cosas que aprueban por buenas, otras
agradables, pero perjudiciales. Otros a su
vez por cobardía o por pereza, se abstienen de obrar lo que piensan sea
mejor para ellos. Otros aún, después de haber cometido muchas y horrendas
acciones, viéndose odiados por su maldad llegan hasta huir de la vida y acaban
por suprimirse. Otros hombres perversos, por su parte, huyendo de sí mismos
buscan con quien pasar sus días, porque cuando están a solas consigo se
acuerdan de sus maldades, que son muchas y de intolerable memoria, y se
representan otras iguales anticipadamente, de todo lo cual se olvidan cuando
están con otros. Y como nada tienen de amable, no pueden experimentar ningún
sentimiento de amor por si mismos. Estas gentes, por consiguiente, no pueden
compartir amistosamente ni sus propias alegrías y dolores, porque su alma está
desgarrada por la discordia: una parte, a causa de su maldad, sufre al verse
privada de ciertas cosas, mientras la otra regocija; y así, tirando una para
aquí, la otra para allá, es como si la hicieran pedazos. Y como no es posible sentir a la vez dolor y
placer, en poco tiempo se contrista de lo que recibió placer, y querría que aquello
no le hubiese sido agradable, pues los malos están grabados de remordimientos.
De esta suerte, es patente que el hombre malo no puede estar dispuesto
amistosamente ni siquiera consigo mismo, por no tener en sí nada amable. Y como
estar así es muy grande desventura, hemos de huir de la maldad con todas
nuestras fuerzas y afanarnos por ser justos, pues de este modo podrá uno estar amistosamente consigo y ser amigo para
otro.
V
La
benevolencia ofrece semejanzas con el sentimiento amistoso, pero no es, con
todo, la amistad. Puede, en efecto, tenerse buena voluntad a los que no son
conocidos y sin ellos lo sepan, cosa que no pasa con la amistad como
anteriormente se ha dicho. Mas ni siquiera es la benevolencia una afección,
porque no implica intensidad ni deseo, cosas ambas concomitantes a la afección.
A más de esto, la afección implica intimidad, mientras que la benevolencia
puede surgir súbitamente, como un respecto a los luchadores en una palestra, a
los cuales se aficionan los espectadores y desean con ellos su triunfo, pero no
por eso se ponen a ayudarles, porque, como hemos dicho, la benevolencia nace
repentinamente y no es sino un afecto superficial.
La
benevolencia, de consiguiente, es algo así como el principio de la amistad,
como del amor lo es el placer de la vista. Nadie ama sin haber recibido
previamente placer del aspecto amado, lo cual no quiere decir que ame ya por la
sola complacencia en la figura del otro, sino sólo cuando añora el ausente y
suspira por su presencia. Así pues, no es posible que sean amigos quienes no
han llegado a tenerse benevolencia mutua, pero no por esto los que se tiene buena voluntad se
quieren ya entre sí. A lo que se limitan es a desear bienes a aquellos que son
objeto de su benevolencia; pero no estarían dispuestos a ayudarles, ni se
tomarían por ellos ninguna molestia. Y así, por una extensión del término,
podría decirse que la benevolencia es una amistad inoperante; pero cuando
persevera y llega al punto de intimidad, conviértese en amistad, aunque no en
amistad por utilidad ni por placer, pues por estos motivos no hay ni siquiera
benevolencia. Ciertamente el que ha recibido un beneficio corresponde con
benevolencia al bien que se le ha hecho, pero procediendo así, apenas hace lo
que es justo. Y en cuanto al que desea que alguien prospere por la esperanza
que tiene de enriquecerse por su mediación, no parece que sea benévolo con él,
sino más bien consigo mismo, como tampoco es una amigo de otro si le prodiga
atenciones con la mira de algún provecho, en general, la benevolencia nace por
alguna perfección o bondad, cuando alguno se muestra a otro bello, valiente o
algo semejante, como hemos dicho a propósito de los atletas.
VI
La
concordia asimismo parece ser un sentimiento amistoso, siendo ésta la causa
porque no puede confundirse con la unanimidad de pareceres, pues ésta podría
existir aun entre quienes tienen la misma opinión en cualquier materia, por
ejemplo los que piensan lo mismo sobre los cuerpos celestes, porque la
unanimidad de pensamiento en astronomía no es un sentimiento amistoso, sino que
decimos que en una ciudad hay concordia cuando los ciudadanos tienen la misma
opinión sobre sus intereses y toman las mismas decisiones y ejecutan lo que han
aprobado en común. Es, pues, cobre las cosas que han de hacerse sobre lo que
los hombres concuerdan y de esas cosas sobre las que son importantes y que
pueden realizarse con provecho para las dos partes o para todos. Así hay
concordia en una ciudad cuando a todos les place que los cargos públicos sean
electivos, o que se concierte una alianza con los lacedemonios, o que gobierne
Pítaco, si es que él consiste. Pero cuando cada uno de los dos quiere el poder
para sí, como los pretendientes en Las
fenicias, entonces hay discordia. No es concordia, en efecto, el que cada
uno de los dos tenga en su mente el mismo (sea lo que fuere), sino que deben
pensar lo mismo en relación con el mismo sujeto, como cuando el pueblo y la
nobleza están acordes en que los mejores gobiernen, pues de esta suerte todos
tienen lo que desean. La concordia, por consiguiente, parece ser la amistad en
la ciudad, que es en verdad el sentido ordinario del término, porque se aplica
a los intereses comunes y a las cosas pertinentes a la vida.
Ahora
bien semejante concordia se encuentra en los justos, pues éstos concuerdan no
sólo consigo mismos, sino entre sí, estando, como si dijéramos, cobre el mismo
fundamento. Los decretos de estos hombres son constantes y no en flujo y
reflujo como las aguas de un estrecho marino; quieren lo justo y lo útil y a
ambas cosas tienden de común acuerdo. Por lo contrario, la concordia no es
posible en los malos, a no ser en medida insignificante, como tampoco es
posible que sean amigos, puesto que en las utilidades tienden a obtener más de
lo que les corresponde, y en cambio se quedan atrás en los trabajos y en los servicios
públicos; y queriendo cada cual para sí las ventajas, vigila y pone trabas a su
vecino, y como nadie cuida del bien común, éste parece. Y la consecuencia es
entonces que están en estado de discordia, forzando los unos a los otros al
cumplimiento de deberes que ellos mismos no quieren poner por obra.
VII
Los
bienhechores parecen amar más a sus beneficiados, que los que han recibido
algún favor aman a quien se lo ha hecho; y suele preguntarse por qué es así,
como si fuese algo paradójico.
Para
la mayoría esto se explica en razón de que los unos son deudores y los otros
acreedores; y así como en los préstamos los deudores que querrían que sus
acreedores no existiesen, y los prestamistas, al contrario, velan incluso por
la seguridad de sus deudores, así también se cree que los bienhechores quieren
que sus favorecidos vivan para tener algún día su gratitud, mientras que a
éstos no les preocupa corresponder.
Epicamo6
diría tal vez que los que esto sostienen ven a los hombres por su lado malo.
Sin embargo, tal procederes bastante conforme con la condición humana, porque
los hombres en su mayoría son desmemoriados, y más inclinados que están a
recibir favores que a hacerlos.
La
causa, sin embargo, parece ser más profunda y no guardar analogía con lo que tiene
lugar en el caso de los prestamistas. De éstos para sus deudores, en efecto, no
hay afección, sino el deseo de que se conserven para obtener el pago. Por el
contrario. Los bienhechores sienten amistad y amor por sus beneficiados aun en
el caso de que no les sean en nada útiles ni hayan de serlo en lo futuro. Esto
es precisamente lo que les pasa a los artistas: todo artista ama su propia obra
más de lo que sería amado por su obra si ésta se tornase animada. Lo cual sobre
todo acaece en los poetas, porque éstos aman extremadamente sus propios poemas
y los quieren como hijos. Pues a este amor se asemejan el de los bienhechores:
el objeto de sus beneficios es su obra, y la aman, de consiguiente, más que la
obra a su hacedor. Y la causa de esto es que el ser es para todo lo preferible
y amable. Ahora bien, nosotros no somos sino cuando somos en acto, en tanto que
vivimos y obramos y la obra, por su parte, es en cierto sentido el mismo
creador en acto, el cual, por ende, ama a su obra por que ama el ser. Y esto
está en la naturaleza de las cosas, porque lo que él es en potencia, su obra lo
revela en acto.
Al
mismo tiempo, es bello para el bienhechor lo que depende de su acción, de
suerte que se goza en el objeto de ella, mientras que para el paciente nada hay
de bueno en el agente, sino a lo más algo ventajoso, y esto es menos placentero
y amable. Al bienhechor, por tanto, quédale su obra (porque lo bello es
duradero), mientras que el beneficiado pásale la utilidad. Y aunque la
conciencia de lo presente, la esperanza de lo venidero y la memoria de lo
pasado son todas placenteras, lo más deleitoso es lo que depende del acto, y en
la misma medida es amable. Y así como la memoria de las cosas bellas es
placentera, la de las útiles no lo es precisamente o lo es menos, aunque lo
contrario parece tener lugar en la expectación.
A
más de esto, el amor se asemeja a la creación; el ser amado, a un estado
pasivo. A los que, por lo tanto, tienen mayor parte en la actividad creadora,
les son concomitantes el amar y las cosas tocantes al amor.
Asimismo,
todos aman más lo que han producido con esfuerzo, como los que han adquirido su
fortuna por sí mismos la aman más que los que la han heredado; ahora bien,
recibir un beneficio no parece implicar esfuerzo, en tanto que hacerlo es algo
laborioso. Y por esto las madres son más amantes de sus hijos que los padres,
porque su nacimiento les cuesta más trabajo (aparte de que saben mejor que los
padres que los hijos son suyos), lo cual podría también aplicarse a los
bienhechores.
VIII
Discútese
también si debe uno amarase a sí mismo sobre todas las cosas o algún otro, pues
de ordinario se censura a quienes se aman excesivamente a sí mismos y se les
llama egoístas. Y parece también que el hombre malo hace todas las cosas por su
propio respecto y tanto más cuanto más malvado es —echándosele
en cara, por lo tanto, que nada hace sin pensar en sí mismo—, mientras que el
justo obra por lo bueno y lo bello y tanto más cuanto mejor es, así como
también por el interés de su amigo, descuidando el suyo propio.
Más los hechos están en desacuerdo con estos argumentos, y no
sin razón. Porque admitimos que debe amarse sobre todo al mejor amigo; pero el
mejor amigo es aquel que al quiere bien le desea todo bien por él mismo y
aunque nadie haya de saberlo. Ahora bien, estas señales se encuentran
precisamente en la actitud del hombre consigo mismo, así como todos los demás
la descripción de los sentimientos amistosos. En lo cual convienen todos los
proverbios como son: “Una sola alma”,7 “Entre amigos todo es común”,
“La amistad es igualdad”, y “La rodilla está más cerca que la pierna”. Todas
estas expresiones se aplican sobre todo a las relaciones del individuo consigo
mismo; así que cada uno es principalmente amigo de sí mismo, y debe en
consecuencia amarse sobre todo a sí mismo.
Con razón, por lo tanto, puede dudarse a cuál tesis debamos
afiliarnos, ya que ambas son probables.
Quizá debamos hacer ciertas distinciones en tales
razonamientos para determinar hasta qué punto y de qué manera uno y otro
argumento expresan la verdad. Lo cual se pondrá tal vez de manifiesto si
aprehendemos el sentido en que una y otra sentencia usan el término “egoísta”.
Los unos, en efecto, tomando el término con una intención de
censura, llaman egoístas a quienes adjudican a sí mismos la mayor parte en
tanto en los bienes económicos como en los honores y placeres del cuerpo; y
como a todas estas cosas aspira el común de los hombres, afanándose por ellas
cual si fuesen los bienes más precisos, son extremadamente disputadas. Y así,
los que buscan poseer estos bienes en demasía, son indulgentes con sus deseos,
y en general con sus pasiones y con la parte irracional de su alma. Tales son
los hombres en su mayoría; y por esta razón la denominación de egoísta ha
procedido del tipo ordinario de egoísta, que ciertamente es malo. Con justicia,
por tanto, incurren en censura quienes son egoístas de esta manera.
Que la mayoría
acostumbra llamar egoístas a los que buscan acaparar aquellos bienes
inferiores, es cosa averiguada. Porque si algún hombre se afanase siempre por
sobre todas las cosas por practicar la justicia o la templanza u otros actos
virtuosos cualquiera, y siempre en general procurase para sí lo bueno y lo
bello, nadie le llamaría egoísta ni le enderezaría vituperios. Y con todo, a
este hombre podría tenérsele por más egoísta aún que al otro, pues lo cierto es
que se adjudica las cosas más bellas y los bienes superlativos, y complace a la
parte más señorial de sí mismo, obedeciéndola en todas las cosas. Pues así como
una ciudad y cualquier otro conjunto sistemático parecen consistir sobre todo
en su principio dominativo, así también en el hombre; y por ende, más egoísta
que todos será el que ama esta parte de su alma y trata complacerla. Y que la
razón es, para cada hombre, su verdadero ser, lo da a entender la noción de
“continente” o de “incontinente”, según que domine o no la razón. Y lo
demuestra también el hecho de que nuestros actos racionales se tienen, más que
los otros, por actos nuestros y voluntarios. Cosa clara, por tanto, es que el ser
de cada hombre consiste en la razón, o en ella principalmente, así como también
que el justo ama esta parte de sí mismo más que otra alguna. Por lo cual podría
tenérsele por egoísta en grado sumo, pero bien entendido que de un tipo
distinto del egoísta reprobable, del que difiere tanto como vivir según la
razón difiere de vivir según la pasión, y como anhelar por lo bello y lo bueno
o por lo que presenta un aspecto provechoso. Y así, todos acogen y alaban a los
que se afanan en grado excepcional por realizar nobles acciones. Si todos
rivalizaran por lo bueno y lo bello y pusiesen todo su esfuerzo en llevar a
cabo las más bellas acciones, habría cuanto es menester para el bien común, y
en lo particular cada uno tendría los bienes supremos, puesto que la virtud es
el mayor de los bienes.
Es forzoso, de consiguiente, que el hombre bueno sea amador
de sí mismo, ya que practicando bellas acciones es de provecho a sí mismo y
sirve a los demás; y a la inversa, que el hombre malo no lo sea, porque al
seguir sus malas pasiones se daña a sí mismo y a sus prójimos. En el perverso,
en efecto, hay desacuerdo entre lo que debe hacer y lo que hace, mientras que
el justo hace lo que debe hacer, porque la razón en cada hombre escoge lo mejor
para sí misma, y el justo obedece a la razón.
Verdad es también, en lo que atañe al hombre virtuoso, que
lleva a cabo muchas acciones por sus amigos y por su patria, al extremo de
morir por ellos si fuere preciso; y también que este hombre dará de mano a las
riquezas y a los honores, y en general a todos esos bienes tan disputados,
reservándose para sí lo bello y lo bueno. Y más querría gozar intensamente un
corto tiempo que tener por otro largo una existencia pacata, y preciará más
vivir bellamente un año que muchos de existencia vulgar, y una acción bella y
grande que muchas y mezquinas.
Este es sin duda el caso de los que mueren por otros, que escogen para sí un gran premio. Y asimismo están dispuestos estos hombres a dilapidar sus riquezas, a trueque de que sus amigos medren, pues así al amigo le quedan las riquezas y a él la honra, con lo que se adjudica a sí mismo el bien mayor.
Este es sin duda el caso de los que mueren por otros, que escogen para sí un gran premio. Y asimismo están dispuestos estos hombres a dilapidar sus riquezas, a trueque de que sus amigos medren, pues así al amigo le quedan las riquezas y a él la honra, con lo que se adjudica a sí mismo el bien mayor.
De la misma manera procede en punto a honores y cargos
públicos: todas estas cosas las dejará al amigo, porque para él es esto bello y
laudable. Razón se tiene, pues en tenerlo por virtuoso, porque a todo prefiere
lo bello y lo bueno. Pero aun es posible que las mismas acciones las abandone
al amigo, pues puede ser más hermoso ser causa de la acción del amigo que
actuar por sí mismo.
En suma, en todas las circunstancias laudables el hombre
virtuoso se ostenta adjudicándose a sí mismo la parte más grande de lo bello y
lo bueno; y en este sentido es como el hombre debe ser egoísta, según queda
dicho, pero no en el sentido que lo son la mayor parte.
IX
Dispútase
también si el hombre feliz tendrá o no necesidad de amigos. Dícese, en efecto,
que para nada tiene necesidad de amigos los hombres dichosos y que se bastan a
sí mismos, porque todos los bienes están a su disposición, y desde el momento
que tienen la perfecta suficiencia, de nada han menester suplementariamente,
siendo así que el amigo, que es otro yo, nos procura lo que por nosotros mismos
somos incapaces de obtener; de donde el dicho del poeta:
Cuando
el genio divino nos depara la dicha
¿Qué
necesidad tenemos de amigos?
Con
todo, parece absurdo que si atribuimos todos los bienes al hombre feliz, no le
concedamos amigos, que son estimados como el mayor de los bienes exteriores. Y
más aún: si es más propio del amigo hacer favores que recibirlos, y si es propio
del hombre bueno y de la virtud hacer beneficios a los amigos que a los
extraños, el hombre virtuoso tendrá necesidad de amigos a quien haya de hacer
bien.
Por
esta razón se pregunta también si hay mayor necesidad de amigos en la
prosperidad o en la desgracia, dando por supuesto que si el desdichado tiene
necesidad de amigos que lo socorran, el que está en la prosperidad ha menester
también de amigos quien hacer el bien. Absurdo sería ciertamente hacer del
hombre dichoso un solitario, porque nadie escogería poseer a solas todos los
bienes, puesto que el hombre es un ser político y nacido para convivir. Y por
tanto, aun el hombre feliz vive con otros, dado que posee todos los bienes
naturales. Y es claro también que vale más pasar uno sus días con amigos y
hombres de bien que con extraños o conocidos de ocasión; así que el hombre
feliz tiene también necesidad de amigos.
¿Qué
quieren, pues decir los que sostienen la primera tesis, y en qué sentido dicen
la verdad? ¿No será porque la mayoría tiene solo por amigos a los que acarrean
algún provecho? De esta gente, en verdad, ninguna necesidad tiene el dichoso,
desde el momento que todos los bienes están a su disposición, ni tampoco, o muy
poco, de las amistades fundadas en el placer, ya que la vida que es de suyo
placentera para nada ha menester del placer adventicio; y en suma, como el hombre feliz no tiene
necesidad de tales amigos, se cree que no tiene necesidad de amigos.
Todo
esto no es, seguramente, verdadero. En efecto, hemos dicho al principio que la
felicidad es una actividad, y es claro que la actividad nace y se desarrolla, y
que no está de una vez por todas a nuestra disposición como una propiedad que
se posee. Si, pues, ser feliz consiste en vivir y actuar, y la actividad del
hombre de bien es virtuosa y agradable por sí misma, según dijimos al
principio; si, por otra parte, el sernos una cosa propia es algo que la hace
agradable; si, en fin podemos mejor
contemplar a nuestros prójimos que a nosotros mismos, y que mejor sus acciones
tienen dos cualidades que las hacen naturalmente agradables; si todo esto es así, el hombre dichoso tendrá
necesidad de tales amigos, puesto que su propósito es el contemplar acciones
moralmente valiosas y que le sean familiares, como son las del amigo que es
hombre de bien.
A
más d esto, todos concuerdan en que el hombre feliz debe vivir placenteramente;
ahora bien, la vida del solitario es difícil, porque no es fácil que uno esté
por sí mismo en actividad continua, y en cambio es fácil que lo esté con otros
y para otros. De este modo, pues, la actividad virtuosa, ya de suyo agradable,
será más continua, como conviene el hombre dichoso. El hombre virtuoso, en efecto, a causa de su virtud
recibe contento de los actos virtuosos,
como por el contrario recibe disgusto de los actos viciosos, no de otro modo
que el músico se complace en las bellas melodías y le desagradan las malas. Por
lo demás algún adiestramiento en la
virtud puede también venir de la convivencia con los buenos, como ha dicho
Teognis.
Si
miramos atentamente en la naturaleza de las cosas, el amigo virtuoso parece ser
por naturaleza digno de escogerse por el virtuoso. Hemos dicho, en efecto, que
lo que es bueno por naturaleza es bueno y agradable por sí mismo para el hombre
virtuoso. Ahora bien, la vida se define en los animales por la potencia
sensitiva; en los hombres, por la potencia sensitiva a la vez que por la
intelectiva. Pero la potencia se endereza al acto, y lo principal está en el
acto; por tanto, la vida parece consistir principalmente en el sentir o en el
pensar. La vida, por su parte, pertenece a las cosas en sí mismas buenas y
agradables, porque es algo definido, y lo definido está en la naturaleza del
bien. De aquí que lo que es bueno por naturaleza lo sea también para el hombre
virtuoso; y por esto la vida parece a
todos agradable. Soló que no debe tomarse aquí como ejemplo una vida perversa y
corrompida, ni tampoco una vida llena de dolores, porque semejante vida
indefinida como también los elementos que la integran, lo cual se verá más claro
en consideraciones posteriores que haremos sobre el dolor, Si, pues, la vida es
por sí misma buena y agradable (lo cual se comprueba por el hecho de que todos
la desean, y sobre todo los justos y felices, para quienes la vida es lo más
apetecible, y su existencia la más feliz); si el que ve siente que ve, y el que
oye que oye, y el que anda que anda, en los demás actos, de suerte que cuando
percibimos, percibimos que percibimos y cuando pensamos, que pensamos; si por
el hecho de que percibimos o pensamos sabemos que somos (como quiera que el
existir los hemos definido como sensación o pensamiento); so el sentir que
vivimos es una de las cosas de suyo agradables (porque la vida es algo bueno
por naturaleza, y el sentir un bien presente en uno es agradable); si la vida
es apetecible y particularmente para los buenos (porque para ellos la
existencia es buena y agradable, puesto que reciben placer de la conciencia de
estar presente en ellos algo bueno en sí mismo); si el hombre virtuoso, en fin observa la misma
disposición consigo mismo que con su amigo (puesto que su amigo es otro él); si
todo esto es verdadero, resulta que así como su propio existir es apetecible
para cada uno, así también el de su amigo, o casi tanto. Peso si, como hemos
visto su existir le es apetecible por la conciencia que tiene de su propia
bondad, y esta percepción, además es agradable en sí misma será forzoso, de
consiguiente, que tenga también conciencia simpática de la existencia de su amigo, lo cual se
producirá en la convivencia y comunicación de palabras y pensamientos. He ahí a
lo que parece, entre los hombres, y no, como en el ganado, por el hecho de
triscar en el mismo pasto.
En
conclusión, si el existir es por sí mismo apetecible para el hombre dichoso
(por ser algo por naturaleza bueno y agradable), y si el existir del amigo está
poco más o menos en el mismo caso, el amigo será, por tanto, una de las cosas
apetecibles. Ahora bien, lo que es apetecible para uno es preciso que uno lo
posea, o de lo contrario será deficiente en este respecto. El hombre, pues, si
ha de ser feliz tendrá necesidad de amigos virtuosos.
X
¿Debemos
entonces, hacer tantos amigos como sea posible, o bien, así como en materia de
hospitalidad parece ser un consejo
acertado el de que: Ni hombre de muchos huéspedes, ni tampoco sin huésped,
podrá el mismo aplicarse a la amistad, de tal suerte que ni estemos sin amigos,
ni procuremos muchos en exceso?
A
los amigos por razones utilitarias podría, según parece, aplicarse exactamente
el dicho del poeta, porque corresponder con servicios a mucha gente es
engorroso, y la vida no es suficientemente larga como para desempeñar esta
tarea. Los amigos, cuando son más en número de los que son suficientes para
nuestra propia vida, son superfluos, y un obstáculo incluso para bellamente;
así que para nada son necesarios. En cuanto a los amigos por placer, bastan
algunos, como basta un poco de sazón en la comida.
Mas
en lo que ve a los amigos virtuosos ¿hemos de tener tantos en número como sea
posible, o hay alguna medida también para la turba amistosa, como la hay para
la población de una ciudad? Una ciudad, en efecto, no se formaría con diez
hombres; pero tampoco sería aún una ciudad con cien mil, aunque la cantidad en
estos casos no es seguramente un número único, sino cualquiera que pueda caer
dentro de ciertos límites. Pues de los amigos también hay un número
determinado, cuyo máximo es probablemente el de las personas con quien uno
puede convivir, porque hemos visto que esto se estima como la nota más cierta
de la amistad; ahora bien, no es difícil darse cuenta de que no es posible
convivir con muchos, dividiéndose uno entre tantos.
A
más de esto, es preciso que nuestros amigos sean también amigos entre sí, si
todos han de pasar sus días unos con otros, lo cual entre muchos es
dificultoso. De otra parte, es también difícil compartir familiarmente los
goces y las penas con muchos, pues verosímilmente sucederá que al mismo tiempo
tenga uno que regocijarse con unos y entristecerse con otros. Probablemente, pues,
lo que esté bien sea no pretender tener tantos amigos como sea posible, sino
tantos como sea necesario para la convivencia, pues parece realmente algo
imposible ser para muchos un amigo cabal. Por esta razón no puede amarse a
muchos; porque el amor significa amistad en grado superlativo, y esto no puede
darse sino con respeto a uno, por lo cual una extremada amistad no se dispensa
tampoco sino a unos cuantos. Y así
parece verse confirmado en la práctica, pues la amistad de camaradería no
incluye muchos amigos, y en cuanto a las
amistadas cantadas por los poetas entre dos solos se cuentan. Por lo contrario,
los hombres de muchos amigos y que se conducen familiarmente con todos
(entiendo referirme especialmente a los que la gente llama ‘‘amables’’ o ‘‘simpáticos’’)
parecen en realidad no ser amigos de ninguno, a no ser en el sentido que los
conciudadanos lo son entre sí. Cierto es, por otra parte, que en el plano
político y social puede uno ser amigo de muchos, y no ser, sin embargo, un
‘‘simpático’’, sino un genuino hombre de bien; pero no se puede tener con
muchos la amistad fundada en la virtud y en la condición de los amigos, y
debemos darnos por contentos si encontramos siquiera pocos de esta especie.
XI
¿Cuándo
tenemos más necesidad de amigos: en la buena o en la mala fortuna? Porque en
ambas situaciones se procuran, pues así como los desdichados necesitan auxilio,
los que están en la prosperidad también han menester de gente con quien vivir y
a quien hacer objeto de sus favores, toda vez que lo desean es hacer el bien.
La amistad, por tanto, es más necesaria en la adversidad, puesto que en estas
circunstancias necesitamos amigos serviciales; pero es más bella en la
prosperidad, y por esto se busca la amistad de los hombres de bien, porque es
con mucho preferible conferir beneficios a amigos de esta índole y pasar el
tiempo con ellos. La presencia de los amigos es por sí sola ocasión de
contento, los mismo en la prospera que en la adversa fortuna, porque los
corazones gravados de pesares se aligeran cuando los amigos comparten sus
penas. Y podría preguntarse si este alivio proviene de que los amigos toman con
nosotros nuestro fardo, o de no ser así, porque su presencia nos es agradable,
y el pensamiento que tenemos de ellos
padecen con nosotros hace menor nuestra aflicción. Pero bien sea por estas
razones o por otra cualquiera por lo que nuestra pena se hace más leve, es
cuestión que podemos dejar de lado; lo
que es patente es que acontécelo que acabamos de decir.
La
presencia de los amigos, por lo demás, contiene al parecer varios elementos
complejos. El solo ver a los amigos es un placer especialmente para el
desdichado, y llega a ser un reparo para
la aflicción por que el amigo si es hombre de tacto es una fuente de consuelo
tanto por su vista como por su palabra, puesto que conoce nuestro carácter y
sabe de qué cosas recibimos agrado o desagrado. Pero en cambio sentirlo
entristecido con nuestras desgracias es penoso, y todo el mundo evita ser causa
de aflicción para sus amigos. Por lo cual los hombres de naturaleza
extremadamente viril se recatan de que sus amigos los compadezcan, y a menos
que el alivio exceda en mucho a la pena del amigo, no consienten tales hombres
que sus amigos reciban un dolor y en general no admiten a los plañideros en su
compañía, porque ellos mismos no son dados a lamentaciones. Por lo contrario
las mujercillas y los varones afeminados gustan de estar con quienes gimen al
unísono y los quieren como amigos y compañeros de infortunio pero en todas las
cosas está claro que debemos imitar al varón superior.
En
el otro caso la presencia de los amigos en la prosperidad nos hace agradable el
paso de la vida y nos infunde el suave pensamiento de que ellos reciben placer
de nuestra buena fortuna, Por lo cual parece que debiéramos convidar
diligentemente a los amigos a compartir nuestra ventura porque es bello estar
dispuesto a hacer el bien. En las desgracias al contrario, debemos llamarlos
con vacilación, porque de los males hay que comunicar lo menos posible de donde
el proverbio:
Basta
con que yo sea desdichado.
En
fin, hay que llamarlos sobe todo cuando no han de sufrir sino pocas molestias
para hacernos en cambio un gran servicio.
De
manera contraria, es por cierto una actitud decorosa acudir sin ser llamado y
diligente a los que están en la desgracia, porque lo propio del amigo es hacer
servicios, y especialmente a quienes están en necesidad y no los han perdido,
pues de ambas partes es tal conducta más noble y más agradable, Y también hay
que cooperar con prontitud a las acciones de nuestros amigos en prosperidad
(pues para ellas tienen ellos necesidad de amigos), pero ser tardados en
recibir sus favores , porque no es decoroso poner diligencia en aceptar
beneficios. Por otra parte tampoco hay duda que debemos guardarnos de quedar en
opinión de gente displicente por rechazar sus favores, lo cual no deja a veces
de acontecer. En conclusión es patente que la presencia de amigos es deseable
en todas circunstancias
XII
¿No
se sigue de todo esto, que así como para los amantes la visión del objeto amado
es de todas las cosas la más amable y prefieren con mucho esta sensación a
todas las demás, porque en el sentido de la vista está sobre todo el ser y el
origen del amor, así también para los amigos la cosa más deseable es la
convivencia? Pues la amistad es una asociación, y lo que el hombre es para sí
mismo, esto también para su amigo; ahora bien, en lo que a nosotros concierne,
la conciencia de nuestro existir nos es amable, y también, por tanto, del
amigo; y como esta conciencia se traduce en acto en la vida en común, de aquí
que con razón los amigos tiendan a ella. Y lo que la existencia significa para
cada hombre en particular o aquello por lo cual apetecen vivir, en esto quieren
pasar su tiempo con los amigos; por lo cual unos se reúnen para beber, otros
para jugar a los dados, otros para el deporte, o para ir juntos de casa o para
filosofar en compañía, pasando todos y cada uno de sus días en lo que más aman
entre las cosas de la vida, porque desde el momento en que quieren convivir con
sus amigos, hacen y toman parte en las cosas que les dan el sentido de la
convivencia. Y por esto también, la amistad de los malos termina por ser una
amistad perversa, porque inconstantes como son, comunican tan sólo en las malas
acciones, y acaban por hacerse hombres corrompidos, asemejándose los unos a los
otros. Por lo contrario, la amistad de los bueno es buena, incrementándose en
el trato común. Y así, como puede verse, se hacen progresivamente mejores por
el ejercicio de los actos amistosos y la corrección recíproca, y se modelan
tomando unos de otros las cualidades en que se complacen; de donde el
proverbio:
De los buenos las cosas buenas. . .
Baste con lo dicho acerca de la amistad. En lo que sigue trataremos el placer.
De los buenos las cosas buenas. . .
Baste con lo dicho acerca de la amistad. En lo que sigue trataremos el placer.
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